sábado, 15 de octubre de 2011

SOLDADO DE VIDELA V - UNA BUENA PELEA


Bien temprano, antes incluso del toque de diana, las cosas empezaron muy mal. Dos soldados rosarinos se habían tomado el buque. Habían desertado, bah, para decirlo en términos castrenses. Y todos saben, y si no saben se los digo, en ese extraño microclima mental respondiente a los milicos de los ‘70, por la cagada de uno, pagan todos. Y allí salimos de la cuadra, carrera march y cuerpo a tierra (un pitido de silbato, cuerpo a tierra. Dos pitidos, carrera march. Consigna simple, hasta el más imbécil podía retenerla. Y no fuera a ser cosa que al sargento primero gutiérrez se cascara la voz, no. El silbato solo le exigía leves soplidos. En tanto nosotros resoplábamos como bueyes tirando de la piedra del molino). Y si a alguno, desfalleciente luego de varias horas, se le ocurría cejar y darse por agotado, ningún problema; simplemente, se quedaba sin día franco por un mes, o tal vez dos. Así que, a punto del desmayo y/o desgarro, seguíamos adelante con la básica consigna priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así.
Y así, bien digo, llegamos a eso de la una del mediodía al rancho de tropa. Preferí no comer -aparte de que era la bosta de siempre, sabía que saldríamos a los panzazos, así que solamente mastiqué un poco de pan duro y bebí toda el agua que el cuerpo me pedía-. Así que salimos priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así. Y allí hubo varias bajas, puesto que los que habían comido, a poco empezaron a vomitar como verdaderas fuentes de porquerías fermentadas. Y solitos se iban a la cuadra a anotarse en el pizarrón de castigados. Así es que de unos cien boludos al comienzo, ya íbamos quedando algo así como sesenta. Y la letanía de la tortura continuaba: priiip (tierra), priiip priiip (carrera), priiip (tierra), priiip priiip (carrera), y así.
Sentía arder cada músculo de mi cuerpo. Me encontraba al borde del calambre, pero no iba a dar el brazo a torcer. No tanto por el castigo y los días de arresto -que sí importaban y mucho-, sino más bien por una cuestión de orgullo, tozudez, amor propio o como carajo quieran llamarle.
Entonces ocurrió. El borceguí de uno -no recuerdo ahora de quien-, impactó en el ojo del otro, en situación de priiip (cuerpo a tierra, ¿hace falta que lo aclare todavía?). La cosa que el borceguí (o el ojo) era mío, y el ojo (o el borceguí) era de un rosarino apodado Ringo.
-¡Qué hacés, la reconcha de tu madre!
-¡Qué te pasa, la reputa que te parió!
Y nos incorporamos tirando bollos. Algunos camaradas, los más cercanos a la acción, intentaron separarnos, pero los códigos del ejército ven con beneplácito la actitud agresiva de los conscriptos, así que el sargento ordenó tajantemente ¡Déjenlos! ¡Déjenlos! Y bueno, rodeados de un círculo de milicos jadeantes, y exhaustos como estábamos, hicimos unas fintas y nos abocamos a lo nuestro, que era cagarnos bien a trompadas. Ringo era flaco, musculoso y muy fuerte (al menos eso nos pareció entonces a mí y a mi sufrida humanidad). La cuestión que, despreciando cualquier táctica defensiva, nos plantamos cara a cara y nos fajamos golpe por golpe, sin dar ni pedir tregua. Y como ustedes saben, en situación de combate los golpes y heridas no causan dolor, a causa de la adrenalina y quién sabe qué otros prodigios endócrinos, físicos y químicos; por lo que nos trompeamos hasta cansarnos. Digo hasta cansarnos, pero no olvidéis que la reyerta comenzó cuando ya estábamos casi agotados. Seguimos propinándonos golpes cada vez más flojos hasta casi no poder levantar los brazos. El sargento entonces declaró empate, nos felicitó por nuestro desempeño y nos mandó a lavarnos los ensangrentados morros. Era una forma, además, de relevarnos del nefasto priiip… priiip priiip. Ya bastante habíamos tenido.
Caminamos juntos de vuelta a la cuadra. Atravesábamos la plaza de armas, dejando la chorrera de gotas de sangre sobre el asfalto caliente. La fiebre en derredor de los ojos semicerrados presagiaba dolorosos amoratamientos.
-Buena pelea -me dijo Ringo.
-No estuvo mal -respondí; la tormenta ya había pasado y nada empecía jugarla un poco de duro.
-La verdad, creí que eras más flojo.
-Yo también -y la intencional ambigüedad acerca de a cuál de los dos me refería hizo que me mirara de golpe, con ojos sesgados y ya virando al violeta. Captó la movida y se rió.
Fuimos a los retretes, nos lavamos la sangre y nos arrojamos mucha agua fría sobre los rostros. De vez en cuando nos mirábamos en el vetusto y desconchado espejo.
-Boludo, ni una piña al cuerpo, todas a la cabeza -le dije.
-Tenés razón. Si te entraba al hígado no te levantabas más.
-Y si Perón no se hubiera muerto, estaría vivo.
-Me aflojaste un diente, hijo de puta.
-¿Querés que te pase un informe detallado de mis lesiones?
-Dejá, está todo pago. Y además tengo encanutado algo que me parece que te va a gustar.
Entramos a la cuadra y nos sentamos sobre su cucheta, y de un pulóver doblado en el cofre personal extrajo una petaca cromada. Echó un buen trago y mientras me la pasaba, volvió a decir:.
-Buena pelea. Brindemos por eso.
-Brindo por eso y por la concha de tu hermana.
-Ah, sí. Por la de la tuya también.
Era ginebra. No sé si era de la buena, pero me supo a gloria.
De vez en cuando ingresaba algún milico destrozado física y anímicamente y se anotaba en el pizarrón de castigados.
Y mientras dábamos buena cuenta de la petaca, podíamos oír el lejano código de pitidos:
Priiip… priiip priiip. Priiip… priiip priiip. Priiip… priiip priiip.