lunes, 25 de julio de 2011

AJEDREZ FATAL

Una noche de verano de ésas que no se puede dejar de exudar h2o con otras substancias desagradablemente odoríferas, me encontraba caminando por la Ensenada de Barragán, después de haber estado tomando unas cuantas ginebras en el Bar “La Marina”. Caminé por la calle principal, dejé atrás la Iglesia de Nuestra Señora de La Merced, la plaza, e ingresé en una zona oscura y cada vez más suburbana. Pensé en llegarme hasta el río, pero tanto las tinieblas como la irregularidad de los terrenos conspiraban en contra, así que seguí la calle hasta que las edificaciones ralearon. Recordé que años atrás había ido por allí con un amigo y habíamos entrado en un bar de chapa, donde me había presentado a su abuelo, ex matarife del Swift y cuchillero de averías. No tuve dificultad en encontrarlo. Pese a lo avanzado de la hora, estaba abierto. Allí estaban el bolichero y el abuelo de mi amigo, dos octogenarios de ésos que parecen viejos calentadores que continúan irradiando a base de alcohol. No me reconocieron, y me cuidé muy bien de darme a conocer. Sin embargo, me pareció una descortesía ir a sentarme a una mesa, así que arrimé un desvencijado taburete al estaño, pedí ginebra y me quedé conversando generalidades con ellos, casi todas referidas a illo tempore, cuando las mujeres sabían darse su lugar, los hombres eran machos y todas esas cosas con las que no me costaba gran cosa acordar. En todo caso, mientras asentía con la cabeza, analizaba internamente la tendencia gravitatoria que sitúa el ser más íntimo de las personas en el pasado, anclando su intencionalidad en las épocas en las que sus páginas aún estaban por escribirse; y al propio tiempo otorgan una cualidad fantasmal a su actualidad sin proyección posible. Esa teleología invertida, difícilmente acepta una argumentación en contrario sin estallar, así que, a tenor de ello, respondí a pie juntillas al discurso de los gerontes, de los cuales uno al menos sabía manejar bien un filo que, por otra parte, tenía atravesado en la faja, en la parte trasera de su cintura.
Me distraje mirando la orgullosa aunque polvorienta ornamentación de aquel humilde dispendio de bebidas. Un montón de aves, peces y hasta esos marsupiales criollos –puta, no me acuerdo como se llaman... ¡comadrejas!-; cabezas de tiburón, un lagarto overo...
-Soy taxidermista –explicó el bolichero.
-Mire usted. Son realmente notables.
-Bué, no crea que son para tanto.
-Hay algunas que parecen vivas.
-Desde luego, desde luego. Los ojos de la perdiz generalmente brillan poco, vio, entonces con un cachito de vidrio pulido... uno se las arregla.
-No, realmente me parecen muy profesionales.
-Es el berretín, m’hijo.
...
-Y bueno, después están las otras –retomó el embalsamador-, las que uno hace desde el afecto, ¿vio?
-Alguna mascota, claro.
-No, algo más cercano. Un amigo.
-Ah, ¿sí? –Pregunté, advirtiendo cómo las paralelas euclideanas comenzaban a juntarse en algún rincón del viejo estaño.
-Sí. El Felipe. Cómo lo queremos, al Felipe, ¿no, Pardo?
-Viejo sucio hijué mil puta.
-Qué, ¿lo embalsamó?
-Bueno, dicho así... en este caso es distinto. Vea, al Felipe le gusta mucho jugar al ajedrez, y jugamos partidas todas las tardes desde hace treinta y cinco años. Una vez, por allá por cuando ganó el turco la primera elección, el guacho me dijo que el turco era un ganador y yo le dije que se vaya a la puta que lo parió; estábamos los dos mechaditos y la discusión subió de tono y me dijo que el turco era un ganador como él y que él me iba a seguir ganando hasta después de muerto. “embalsamame, vas a ver que te sigo ganando”, me dijo.
...
-¿Y? –Pregunté, tras lo que supuse una pausa dramática demasiado prolongada.
-Y tal cual, vea. Nunca le puedo ganar una partida.
-Ah, todavía vive –aventuré, algo desconcertado.
-No, se murió unas semanas después, acá, ahí mismito donde está usté. Y yo lo agarré y lo embalsamé.
-Ah, (glup) lo embalsamó.
-¡Pero y claro! ¿Qué iba a hacer? ¿Acaso no me lo había pedido? Cuando un amigo que se va a morir le pide algo, mocito, uno tiene que cumplir. O por lo menos así era antes, ¿no’cierto, Pardo?
-Tal cual.
-No, claro, sí, visto así.
-¿Por qué no lo traés al Felipe y se lo presentás al mozo? –Propuso el Pardo.
-Sí, lo traigo y de pasada le hago una partida.
El bolichero fue hacia adentro y su socio sacó el facón de la cintura, se extrajo como medio kilo de carbón de la uña del índice de la mano derecha, sopló la punta del acero y lo enfundó de nuevo. Al cabo volvió el bolichero, con un viejo disecado de traje, funyi y anteojos en una silla de ruedas. No tanto la piel del rostro me causaba impresión –lucía algo apergaminada y como si se hubiera quemado-, sino sus manos, que parecían las garras de un buitre apenas suavizadas por un pellejo desagradable.
-Podrías ir a buscarlo vos, alguna vez, ¿no? –Dijo al Pardo.
-Viejo sucio hijué mil puta.
-¿Cuál es su nombre, joven?
-Cratilo.
-Bueno, Cratilo, éste es el Felipe. Felipe, él es Cratilo.
Se quedaron mirándome.
-Ah, sí, encantado, Don Felipe.
El bolichero dejó a la momia ajedrecista frente al estaño, al lado mío, y se puso a acomodar las fichas en un tablero. El Pardo ganó la cabecera del angosto mostrador, así que quedamos casi enfrentados. Mientras, el bolichero le decía al tal Felipe (R.I.P.) que yo era bastante bueno para el ajedrez.
Se quedaron mirándome.
-Sí, cuando quiera –aventuré, deduciendo con buen criterio que me había desafiado. Los dos vivos, al menos, parecieron satisfechos con mi respuesta.
Por supuesto, el muerto jugaba con negras. El bolichero, por su parte, abrió con la clásica movida de peón cuatro rey. Entonces, casi inmediatamente, fue el Pardo quien movió el peón del alfil dama al cuarto casillero.
-¿Usted juega ajedrez? –Le pregunté sorprendido y medio capciosamente, ya que se presuponía que el que debía jugar era el finado.
-No, yo no sé jugar –ambos me miraron sorprendidos.- ¿No oyó cuando me dijo “poné esa ficha ahí”?
-Ah, sí, disculpe. No interrumpo más.
Entonces asistí a una partida en la que un matarife -que según yo había entendido “canalizaba mediumnímicamente” a un ajedrecista disecado- desarrollaba un juego agresivo y arriesgado, bien al estilo Bobby Fischer; mientras su rival, el bolichero, se abroquelaba tras una variante clásica (no tardó en efectuar el enroque corto, cosa que denotaba, a mi humilde criterio, que no tenía un plan muy definido).
Tal como se preveía, el medio juego se caracterizó por una tendencia de las negras a mantener oculta una ofensiva inminente, aún resignando eventuales disposiciones tutelares. El fiambre, a través del matarife, mantuvo el rey en su casillero y, cuando fue tiempo, desplegó -abiertamente ya- su ataque en forma sostenida y permanente, de modo tal que las blancas perdieron por completo su iniciativa esencial.
El muerto ganaba la partida.
-¿Sabés una cosa, Pardo? Me parece que me ganó otra vez –reconoció el bolichero, visiblemente contrariado.
-Viejo sucio hijué mil puta –expresó con tono monocorde el cuchillero, mientras echaba mano al facón y se lo hundía al muerto en donde alguna vez debió estar su hígado.*
-¡Epa, amigo! ¿Cuántas veces te tengo que decir que no lo apuñalés más de ese lado, que ya está hecho mierda, el pobre?
-Y bueno, soy zurdo, qué carajo querés. Aparte yo no te digo cómo tenés que hacer tu laburo.
-¡Jé! ¡Bueno sería!
-Ah, te hacés el pija... ¿querés que te hilvane a vos, querés?
-¿Sí? Dale, a ver... ¿y quién nos embalsama, después?
-Tenés razón. Desde mañana mismo me empezás a enseñar.
-Tiempo es lo que sobra, ¿no es cierto, Felipe?
Unos segundos después ambos estallaron en carcajadas. Me gustaría saber que les dijo el finado. Pero no me atreví a preguntar. Me apresuré a pagar mis copas y, luchando para disimular la ansiedad, conseguí articular algo así como un saludo.
-Vuelva por acá cuando quiera, mozo, ha sido un placer conversar con usted –me dijo el bolichero.
-Y tráigase una faca, si quiere, que le enseño el arte de la pelea criolla.

Salí de aquel bar que parecía un iceberg del pasado derritiéndose en las calientes aguas del nuevo milenio. Ya estaba amaneciendo. Yo, como de costumbre, me hallaba confundido y presa de un sinnúmero de hipótesis que jamás dejarían de ser eso, meras hipótesis. Mas de una cosa estaba seguro: no volvería a poner un pie en ese boliche, ni muerto.

* No pude evitar, en ese momento, asociar la escena con la famosa secuencia del Baghavad Gita en la cual Arjuna, al frente de su ejército, se lamenta ante Krishna de la desgracia que supone levantar armas contra familiares y amigos, a lo que el avatar responde que no se apure, que de todos modos no se puede matar lo que ya está muerto.