jueves, 23 de junio de 2011

HELENA CON H (Digresión con final interactivo)

Milo Manara

Ante todo quiero excusarme por cualquier exuberancia verbal en que pueda incurrir a continuación, y también, ya que estamos, por el eufemismo que acabo de componer, toda vez que debí decir charlatanería. O cotorreo. Lo que pasa es que hace tanto tiempo que no hablo con nadie...
En el barrio me dicen el moscardón; me acusan de fatigar oídos con mi tono grave de voz, dicen que zumbo. Pero no obstante muchas veces consigo hacerlos pensar y otras tantas reír. Aunque reconozco que esos buenos momentos se desmerecen en el conjunto, bien sabido es que soltando fuego a discreción el margen de error es mucho mayor. Y, es un vicio, qué se le va a hacer. Uno cuya abstinencia prolongada y amarga da fundamento al presente reporte.
Todavía era muy joven cuando se fue el viejo. Con veintidós años quedé a cargo de la carnicería. Suerte que el viejo me había puesto al tanto de toda la movida, capaz que ya sabía que las cosas iban a ser así. Y yo la llevé como pude, yo no era el viejo. Todos los puntos me querían madrugar, era evidente que mi carácter sociable y locuaz los invitaba a aprovecharse.
Como la cosa se me fue complicando a ojos vista (supongo que un poco por mi impericia en el manejo total del oficio y otro por el deterioro económico del país) decidí poner en alquiler una de las habitaciones de la casa. Atrás del negocio estaba la casona vieja, con tres habitaciones grandes, y que dadas las nuevas circunstancias me quedaba inmensa. Con una zapie, cocina, baño y el local me seguía sobrando. Así que pegué un cartel en la vitrina, justo delante de la lengua en escabeche que todo el mundo juna. “Se alquila habitación – Tratar aquí”, decía. Durante unos días no preguntó ni el loro. Los muchachos me jodían, decían que no la podía alquilar porque los interesados a poco de tratar conmigo adivinaban que se volverían locos de tanto escucharme hablar.
Hasta que un día llegó Helena. Una mujer menuda, envuelta tanto en un largo abrigo gris como en un aire de misterio. Lucía unos rasgos muy finos en un rostro ligeramente anguloso; sus profundos ojos verdes contrastaban con su tez oscura y su cabello castaño de un modo cautivante, al menos para mí. Era muy bella, aún sin traza alguna de maquillaje.
-Buenas tardes. ¿Qué anda buscando? –Le pregunté. Entonces me contestó escuetamente, con un tono aspirado y como esforzándose para poder hablar:
-La habitación.
-Ah, la habitación. ¿Es para usted sola?
-Sí, ¿por?
-Porque vivo solo, en la misma casa, y por ahí a usted no le gusta...
-No importa –me interrumpió.- ¿Puedo verla?
-Sí, cómo no, pase. Es por ahí, la primera a la derecha. Está vacía. De pasada mire el baño, el living y la cocina, que son a compartir... conmigo, bah. Mire tranquila, disculpe que no la acompañe, no puedo dejar sólo el negocio, usted sabe, como están las cosas –entró en la habitación sin siquiera hacer una seña que indicara que me había oído.
 
Me encantó la idea. La mina era medio rara, seguro, pero también muy bonita, y yo nunca había tenido suerte con las mujeres. No me daban bola, para qué voy a mentir. Y eso que yo les hablaba, y les contaba cosas, y les hacía chistes. Yo no sé qué más querían que hiciera. Al principio, por ahí, me daban algo de calce. Pero a poco andar, cuando se supone que las cosas debían asentarse, comenzaban a rehuirme, no querían hablarme ni para aclarar los motivos del distanciamiento. Quién las entiende.
Estaba pensando en eso cuando entró la de la farmacia y me pidió bifes angostos. Los empecé a pasar por la sinfín pensando en la mina que estaba junando la casa y casi me corté un dedo. Ojalá se quedara.
Al rato salió y me dijo que le gustaba. Preguntó si ya esa noche se podía quedar. Fueron dos frases secas, cortantes, como telegráficas. Yo contesté que sí, que obvio, que cómo no, que iba a arreglar un poco no sé qué cosas y paré porque se había ido dejándome a mitad de una frase. Era rara, era linda, qué bueno. Cerramos trato sin siquiera habernos dicho nuestros nombres. Tampoco habíamos discutido el precio. Hummmm...
 
La esperé ansiosamente. No venía, y no venía. Ya estaba por cerrar cuando llegó. Llevaba puesta la misma ropa y también tenía la misma mirada hosca que tan poco se correspondía con el dulce tono de sus iris. Traía consigo una valija grande y un bolso. Me preguntó si tenía un colchón de más y le contesté que sí. No le dije nada que tenía una camita en el galpón porque supuse que ello conspiraría contra mis intenciones de inducirla cuanto antes a compartir la mía propia. Mientras acarreaba el colchón le iba comentando que qué suerte que se había decidido tan rápido, y me presenté. Le dije que la carnicería era mía, que era el dueño de la firma y del local, que la estaba peleando, en esta época tan dura, y todo eso, cuando me interrumpió:
-Soy Helena. Con hache. No hay mucho que saber de mí, sólo que detesto hablar.
-No importa, Helena, no hay problema. Yo puedo hablar por los dos.
-Disculpe. También debo decirle que detesto que me hablen.
-Oh.
-Bueno, supongo que es por algún trauma que tuve. No quise parecer tan cortante. Solo que siempre que me metí en problemas fue por hablar o escuchar.
-Puedo entenderla. Me parece bien, de todos modos. Muy prudente.
-Podremos ser buenos amigos sin hablar, ¿no? O al menos, hablando lo estrictamente necesario.
-Vale –dije yo, haciéndome el capo de la síntesis.
 
Al otro día ya dormíamos juntos, en mi cama. Nunca me pagó el alquiler, al menos en metálico. Ni la comida, ni la ropa, ni nada. De eso, como de cualquier otra cosa, no se hablaba.


*        *        *

Tal cual lo acordado, sólo hablamos unas cuantas veces. No voy a negar que hice algunos intentos para llevar nuestro nivel de comunicación a un plano más... digamos… normal. Mas tuve que desistir cuando advertí que se adelantaba con hechos para evitar cualquier situación que pudiera generar un diálogo. Así que dejé de dirigirle la palabra. Como contraprestación –al menos eso creo- obtuve de su parte mejores performances eróticas.
Al principio me fue muy difícil contener mis ganas de hablar. Si encendía el televisor de la pieza -por supuesto con auriculares-, por el sólo gusto de escuchar palabras, ella se daba media vuelta y se dormía instantáneamente. Sólo me permitía escuchar música, siempre y cuando fuera instrumental. Entonces movía su cuerpo al compás, en una forma tan armónica e insinuante que yo debía taparme la boca para sofocar los aullidos que pugnaban por brotar. No estaba seguro que estos aullidos fueran técnicamente una forma del lenguaje; ante la duda, preferí aguantarme, no fuera a interrumpir esa maravillosa plástica con mis imprudencias. A veces, sin música, practicaba unos movimientos tipo kung-fu que también me hacían poner loco. Siempre, a dios gracias, estas situaciones terminaban en cópulas tan frenéticas como silenciosas. No probé porque soy un tipo recatado, pero estoy seguro que Helena hubiera preferido un pedo o un eructo a un buenos días.


*        *        *

Los muchachos me decían que me había sacado la lotería, que una mujer linda y que no hablara era muchísimo más de lo que merecía un charleta como yo. También me gastaban, decían que como no me dejaban hablar en mi propia casa yo martirizaba a los clientes. O que se la iban a culear a Helena, total nunca contaba nada, y cosas por el estilo. Yo sostenía que decían eso porque tenían mujeres que les hablaban, los escuchaban y los comprendían. Que cada uno añora solamente lo que no tiene. Sin embargo, fueron contestes en que las mujeres sólo hablaban boludeces, cuando no rompían las pelotas por cualquier cosa. Bueno, siendo así... tal vez tuvieran razón.
Lo que es yo sentía terribles nostalgias de hablar con minas. Sobre todo en ciertas situaciones, ustedes saben. Así que empecé a valerme de algunas profesionales con la consigna de que hablaran mucho mientras lo hacíamos. Y las putas, para eso, son mandadas a hacer. Su arte generalmente consiste en exteriorizar plenitud; fingida, la mayor parte de las veces. Y esa exteriorización, todos sabemos, obtiene su mejor vehículo en las cosas que nos dicen; nos encanta que nos cuenten efusivamente lo bien que las hacemos sentir. Llegué a pagarles solamente por charlar un rato, sin ninguna otra actividad complementaria. A todo evento, les confieso que los mejores polvos, aunque silenciosos, me los pegaba con Helena. Las trolas deben pensar que estoy loco.


*        *        *

Una tardecita estaba cortando bola de lomo para milanesa al profesor de la vuelta, y charlando de bueyes perdidos me enteré que su especialidad era la psicología. Me tomé el atrevimiento de presentarle el caso de Helena y se mostró muy interesado al respecto.
-¿Cuánto hace que conviven? –Me preguntó.
-Un año, va a hacer, la semana que viene.
-¿Y cuántas veces hablaron, en ese año?
-Y, qué sé yo… contando el día que nos conocimos, a ver... unas diez, doce veces.
-¿De algún tema en especial?
-No, supongo que no.
-¿Alguna vez fue ella quien inició el diálogo?
-Un par de veces. Una vez me sorprendió. Un domingo, a la noche, tomábamos unos mates en la galería, mirando el cielo, y de repente me dijo que un tal Bárrous, o algo así, había dicho que el lenguaje era un virus que venía del espacio exterior. Yo no supe qué contestar, y me pareció piola hacerme el parco.
-Qué notable.
-Otra vez salió con eso de que el hombre es amo de sus silencios y esclavo de sus palabras. Supongo que era una crítica directa a mi forma de ser.
-Puede ser. Y dígame, el resto de las cuestiones que hacen a la vida de pareja, usted sabe, ¿funcionan bien?
-Joya, profe, la verdad es que no me puedo quejar.
-Pero sin embargo usted siente que le falta algo.
-No, no siento. Me falta, algo.
-Esta bien, lo comprendo. Pero lo que usted no puede negar, querido amigo, es que tiene una concubina muy prudente, desde cualquier punto de vista.
-¿Y a usted le parece, profe, que puede hacerse algo -no digo para que cotorree- pero al menos para que se vuelva un poco más normal?
-Bueno, mire. Yo podría encargarme de su caso. Sin cobrarle nada, por supuesto. Por mero interés profesional. La verdad es que me gustaría descubrir el origen de esta supuesta fobia. Claro que es estrictamente necesario que ella esté de acuerdo.
-Y, me parece un poco difícil, no sé.
-Es el único modo. Trate de convencerla.
 
Quedé inmerso en un problema. Por un lado, anhelaba mucho poder dialogar despreocupadamente con Helena, de cualquier cosa. Pero por otro tenía bastante inquietud respecto de las cosas que ella seguramente tenía ocultas, cosas quizá terribles que habían motivado su férrea clausura. O sea, estaba anclado entre dos miedos: a lo que no conocía, y a la continuidad del misterio. Dicen que uno teme a lo que no conoce, aunque seguramente una simple certeza puede devastar a la autoestima más afiatada. De todos modos, decidí indagar hasta donde me fuera posible. Un hecho puntual, por tremendo que sea, puede agotarse y eventualmente asumirse, aún a pesar de la enormidad que sus implicancias pudieran tener. Un enigma sólo tiene los límites de nuestra perversa imaginación.
Esa misma noche, mientras cenábamos, hice señas de que quería comunicarle algo. Ella inquirió con un leve cabeceo hacia atrás y yo sinteticé:
-Hablé con un psicólogo. Quiere tratarte. –Ella se encogió de hombros, como fastidiada.- ¿Estarías dispuesta? –Inquirí, y mis palabras sonaron como petardos. Ella volvió a encogerse de hombros y allí supe que debía tomar la iniciativa.


*        *        *

Al día siguiente volvió el profesor. Era raro que viniera dos días seguidos, aunque esta vez pidió un pollo. Yo permanecí callado, a ver si aquel intelectual mostraba la hilacha. A pesar de que lucía un aire ligeramente intrigado, no dio voz a inquietud alguna, así que tuve que salir al ruedo.
-Hablé con Helena, acerca del tratamiento ése que me ofreció ayer.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué dijo?
-¿Decir? No dijo nada. Simplemente se encogió de hombros. Creo que se mosqueó, un poco.
-Bueno, en todo caso no va a ser la primera vez que un paciente no me quiere o no me puede hablar. Tengo bastante experiencia con pacientes autistas, por ejemplo. Pero finalmente, ¿a usted le parece que transigirá, que aceptará de alguna manera someterse al tratamiento?
-No sé, creo que ni la conozco. Al menos interiormente, por supuesto. Digo interiormente en un sentido espiritual, ¿me entiende?
-Sí, claro, me imagino. Escuche, tengo una idea. Invíteme a cenar.
-Está bien pero usted traiga el vino.
-O.K., eso es lo de menos. No se trata de una visita social, me imagino que se habrá dado cuenta.
-Ah, ya.
-Y la idea es la siguiente. Yo llego, usted me abre la puerta, no me saluda ni me dirige la palabra, ni a ella. Yo tampoco diré esta boca es mía. Cenamos los tres en absoluto silencio y luego yo me voy, igual que como llegué. Sin pronunciar ni una sola palabra.
-No lo entiendo. Disculpe, pero no me doy cuenta muy bien de cuál es el punto.
-Es muy simple. Vea, para que usted me entienda, le digo que se trata de una terapia de shock. Tal vez el silencio forzado, o lo absurdo de la situación, pueda llegar a incomodarla. O a excitar su curiosidad, o a producir algún cambio en su estructura que la lleve a modificar su conducta. Cuando se altera un sistema, las consecuencias pueden llegar a ser impredecibles. Esto que le digo es grosso modo. Transmitirle las experiencias y fundamentos que abonan esta teoría me llevaría más tiempo del que disponemos.
-Ah, sí, por supuesto.
-Lo que sí, no debe adelantarle absolutamente nada. Debe estar completamente ajena a la maniobra.
-Más bien... mire, profe, ¿para qué esperar? ¿Por qué no se viene a cenar hoy mismo?
-¿Le parece, hoy?
-Hoy mismo. ¿Quiere pollo? Déjelo, no lo lleve. Helena lo prepara muy bien. A la portuguesa.
-Bueno, en ese caso... ¿a las nueve está bien?
-A las nueve.

*        *        *

Muy poco hay para decir acerca de aquel experimento, a mi criterio totalmente fallido. Helena no se mostró sorprendida en lo más mínimo. Actuó como si hubiera estado al tanto de todo. Al principio se comportó con suma naturalidad, saludó con una leve inclinación de cabeza al profesor, agregó la vajilla necesaria, revolvió un poco la olla con la cuchara de madera y cortó morcilla fría y queso para que fuéramos picando. El profe y yo, en tanto intercambiábamos miradas furtivas. Realmente, éramos nosotros quienes debíamos hacer grandes esfuerzos para no exteriorizar el estupor. Qué mujer, aquella.
A medida que transcurría esa rara suerte de afónica cena social, Helena se sentía cada vez más a sus anchas. El pollo estaba buenísimo, quizás como nunca antes. Era increíble, pero tal como estaban dadas las cosas solamente podía gozarse del delicioso sabor del guisado y de la contemplación de los hermosos y sugestivos ojos de Helena, esa noche igualmente dotados de brillo y vivacidad inéditos. Esas eran todas las cosas buenas que podían apreciarse por allí; estábamos en su terreno, de nada valía toda eventual habladuría, la que sólo iba a servir para impedirnos disfrutar de lo único verdaderamente valioso en aquella situación: la comida que preparó Helena y ella misma. Que brillaba, parecía que el fondo se lo había pintado Van Gogh. Nosotros, en cambio, quedamos reducidos a lo que finalmente éramos: una rata carniza charlatana y una rata pseudointelectual. ¿Qué clase de plan era ése?


*        *        *
El domingo siguiente me fui “de putas“, como dice Pepe. De vez en cuando lo hacía, como ya comenté. Les pagaba para que me hablaran mucho mientras lo hacíamos. El sexo ahogado que tenía con Helena era sublime, pero no me bastaba. Con las chicas de alquiler apenas si podía controlar mis ganas de golpearlas para que me hablaran más.
 
Cuando volvía a casa, escuché por la ventana de mi pieza que Helena pedía por favor a gritos “¡MÁS! ¡MÁS, OH DIOS MIO, MÁS!”, y cosas por el estilo. Gritaba más que la puta a la que acababa de pagar para ello. Me quedé un momento oyendo y escuché al profesor mascullar obscenidades en tono grave. Hija de puta, parecía que el tratamiento era bueno, finalmente. El tipo era un capo. O tenía un buen pedazo de carne, andá a saber. Abrí la puerta sigilosamente y entré de puntillas, y “¡DIOS MÍO, VOY A EXPLOTAR, MIRÁ CÓMO ME HACES PONER Y... Y... AAAAaaaaarrrrghhh...”. Bueno, parece que Helena había acabado. El tono grave y poco discernible a distancia continuaba, el profe parece que le quería seguir dando. De vez en cuando Helena gemía, más fuerte cada vez, se nota que iba entrando en clima de nuevo. Fueron elevando el volumen de sus expresiones amatorias, el profe ahora también. Helena proseguía: “¡ASÍ, ASI TE GUSTA MI AMOR Y SÍ, LO QUE QUIERAS Y AY AY AY POR DIOS, MÁS! MÁS!”, todo ello musicalizado por los elásticos de mi propia cama.
Abrí la puerta del negocio ruidosamente y toda la actividad cesó de golpe. Tomé la chaira y la cuchilla de trozar y le di unos cuantos toques. Me imagino cómo les habrán sonado a los amantes. Salí a la galería, me senté y seguí chaireando. La casa estaba en perfecto silencio, como le gustaba antes a Helena. Al rato salió el profesor, durito, como con un palo en el orto. Me dijo que la había encontrado muy bien. “Claro, claro –dije yo- que la encontró muy bien.” Saludó y se fue todo fruncido. Poco después, Helena pasó para el baño, usó el bidet y salió a la galería. Se plantó frente a mí, que seguía chaireando, y me dijo:
-Buen tipo este profesor, ¿eh?
La miré, miré la cuchilla y no le contesté. No sabía si me daba más bronca que se la hubiera cogido el punto ése o que ahora me hablara así, tan como si nada.
-¿No me vas a hablar? –Preguntó. Yo le respondí con un meneo de cabeza. Una hora más tarde, se había ido, llevándose todas sus cosas. Yo me quedé pensando pero la puta, viejo, tiene razón. El habla era una mierda, nos había separado.
 
Odié al lenguaje. Desde aquel día trato de expresar todo con movimientos corporales o gestos. Quizás haya sido el trauma lo que me insufló de cierta misantropía. O tal vez sea que hay algo realmente maligno en eso de hablar, y hablar. Por las dudas sólo me permití esta pequeña digresión y ahora me llamo a silencio definitivamente, no sin antes pedirles –en un todo de acuerdo con mi nueva modalidad- que adivinen la seña que les estoy haciendo.