martes, 20 de septiembre de 2011

TETA MÁS, TETA MENOS…


Olga Levchenko

 Honrar a los padres es un mandato capital en casi todas las religiones, grandes o pequeñas. Y como todo imperativo de esa índole, es también muy, pero muy difícil de observar. Dicen No fornicarás, por ejemplo. Se nota que no estuvieron encerrados un fin de semana completo con Halle Berry en un ascensor. Si bien yo tampoco lo estuve, por desgracia, una simple proyección mental me basta para percatarme que en tal situación todo precepto, por fundado que sea, tendrá de pronto la misma validez que la lista de compras para la verdulería.
En fin, lo que iba a contarles tiene que ver con la honra debida a los progenitores, concepto absolutamente refractario a las entendederas de mi amigo Pucho. Claro que es justo consignar que Adela, su madre, tampoco mostraba el más mínimo respeto -debido o no- por su único y malcriado hijo.
Por aquella época -estoy hablando de los primeros noventa-, el Pucho se ganaba el garbanzo moviendo merca (esto es, vendiendo cocaína), y eso no le agradaba mucho a Adela, por lo que lo trataba aún peor que de costumbre, lo que no era decir poco.
Estábamos en el pequeño living de su casa, el Pucho, Juanjo y yo, bebiendo unas cervezas y halando un par de rayas, cuando el Pucho dijo que tenía que ir hasta Avellaneda. Todos, incluida Adela, sabíamos que iba a buscar merca. Ésta, en un ágil movimiento que solamente yo pude ver, tomó las llaves del auto de arriba de la mesa y las metió en su corpiño, en la taza de la derecha. A poco, Pucho comenzó a buscarlas, con los movimientos impacientes y torpes propios de la sustancia. E inmediatamente, de acuerdo con esos códigos intrafamiliares verificados hasta el cansancio en la diaria convivencia, supo que su madre las había hecho desaparecer.
-Vieja, dame las llaves del auto que me tengo que ir -dijo, denotando de entrada cierta fatiga moral.
-Yo no las tengo. Las debés haber perdido, borracho y drogado como estás.
-Dale, vieja, no empecemos…
-Te dije que yo no las tengo.
-¡LA CONCHA DE TU PUTA MADRE, TE DIGO QUE ME DES LAS LLAVES! -Y se le fue encima. Parecía que venían los bifes; por lo que, con el mero ánimo de parar un poco la bronca, hice señas a Pucho dándole a entender adónde las había guardado. Pensé que las tomaría y se iría, sin más escándalo, pero me equivoqué. Pucho le arrancó una prótesis mamaria -que nada sabíamos el Juanjo y yo de tal mastectomía previa- y tomó las llaves.
-¡HIJO DE PUTA! ¡HIJO DE PUTA! -Chilló Adela, mientras blandía una cuchilla de cocina enorme. El Pucho la tomó del brazo, la empujó hasta una especie de cubículo/alacena, la arrojó al interior mientras la cuchilla caía al piso, y la encerró con un pasador bien grande. Tras lo cual se fue intempestivamente, dejándonos al Juanjo y a mí espantados, y encima con una vieja desgañitándose puerta de por medio.
-¡ABRAN! ABRAN, HIJOS DE PUTA! -Gritaba la mujer. -¡Los voy a mandar presos a todos, hijos de mil putas! -Y aporreaba con real ímpetu la endeble puerta de madera. Había allí algo muy erróneo, dos tipos ajenos a la casa con la patrona encerrada y a los gritos pelados. Un especial caldo de cultivo para ir a dar otra vez a alguna celda. Pensé en irme, pero la vieja me daba lástima, así que me acerqué a la puerta el cubículo/alacena y le dije.
-Óigame, Adela, si se tranquiliza un poco la dejo salir.
-¿Dejarme salir? ¡Si estoy en mi propia casa, guacho irrespetuoso y la puta que te parió!
-Por eso le digo, yo pongo la mejor voluntad, pero temo que si le abro nos va a atacar.
-Dale, abrí.
-¿Se va a quedar tranquila?
-Sí. Dale, abrí.
El tono monocorde de sus respuestas me inquietaba aún más que los gritos. No obstante, no tenía opción. Saqué la corredera y fue cuando se abalanzó, blandiendo un zapín, dispuesta a machucarnos el cerebro. Corrí hacia el patio, y detrás salió Juanjo como alma que lleva el diablo, con los ojos como el dos de oros. Y entonces comenzó una especie de juego de gato y ratones, con ambos roedores corriendo en derredor de una mesa de piedra y la vieja zapando el aire a diestra y siniestra. Estaba frenética, lo que permitía colegir que podría seguir corriéndonos durante horas, a caballo de sus descontroladas secreciones hormonales. Cosa que nosotros, aún a pesar del pánico, no lograríamos. Así que se imponía dar un corte a todo aquello. Y vino del lado de Juanjo. En una de las vueltas en las que el blanco del zapín venía a ser yo, el loco se le tiró desde atrás, abrazándola de modo que inutilizaba sus brazos y, fundamentalmente, el arma. Cayeron sobre un lado; Juanjo la mantenía bien sujeta, por suerte. Ambos le pedíamos por favor que se calme, y mi amigo, entonces, hizo algo más; algo inesperado, bizarro, tanto así que casi me da cosa contarles. Empezó a refregarse contra el culo de la vieja, que dejó de gritar debido a la sorpresa y a poco comenzó a devolver la fricción sin atisbo de vergüenza. Lo último que vi fue a Juanjo, tendido de costado y bajándose el cierre del vaquero, y a Adela levantándose los lienzos para permitir el abordaje. No entendí nada, me superó, así que fui al living, me serví una birra y me puse a ver un partido entre Vélez Sársfield y Estudiantes. Se definía el campeonato, con el empate le alcanzaba a Vélez para dar la vuelta olímpica. No sé si estaban transmitiendo en directo o no; por lo que para mí, la emoción funcionaba igual. Aparte quería sacarme de la cabeza el grotesco sexual que había meramente comenzado a atisbar.
Al rato aparecieron. Tranquilitos, los dos. Adela estaba hecha un amor, hasta me pidió disculpas. Y luego preparó un guiso carrero de aquéllos, con pepato rallado y todo. Lo sirvió en unos cuencos de arcilla, como se debe, y le entramos como si hubiese sido la última cena; que casi fue, casi ni llegamos al vermouth. Pero ahora… Adela se deshacía en mimos de toda índole para con Juanjo, y a mí me trataba bastante bien. Cuando dirigía mi mirada a esta especie de hereje sexual, solamente sonreía y me guiñaba el ojo. Estaba todo bien. La verdad, su terapia había funcionado. Eso era incuestionable.
En eso llegó Pucho, y se sorprendió al vernos a los tres departiendo de sobremesa, tomando cerveza y fumando, lo más campantes. Hay que decir que quedó medio descolocado, pero no dijo nada. Tal vez estaba asumiendo tácitamente que se había ido al carajo, producto de la merca, de la tensión de ir a buscarla al conurbano, y vaya a saber de qué otros elementos que estarían ejerciendo presión sobre su ánimo. Adela siguió conversando con nosotros como si nada, también. Se incorporó y trajo un par de botellas más, remarcando que eran las últimas.
-No importa -dije-, voy a buscar. ¿Tenés envases?
-Sí, ahí, debajo de la mesada.
-Yo te acompaño -dijo Juanjo, quien a la sazón parecía que era el único que estaba algo inquieto. Motivos, tenía.
-¿Estás loco, vos? -Le pregunté ni bien salimos a la calle.
-Qué, ¿acaso no dio resultado?
-Estás del orto, boludo, sos muy freak.
-Y, viste cómo venía la mano. Algo había que hacer. Aparte, la merca me pone cachondo. Le entro a lo que venga.
-Se nota, sí.
-Qué, ¿te hacés el remilgado, ahora?
-Muy remilgado no soy, pero a la vieja esa no la toco ni con una caña.
-¿Por qué? ¿Porque tiene una sola teta?
-No, gil, porque es una vieja horrible.
-Sí, pero la tiene bien prieta, ¿sabés?
-Y claro. ¿Quién se la va a empernar, más que vos, degenerado?
-¿Cómo estará la cosa, en esa casa?
-No sé. Parecía que estaba todo tranquilo. Vos amansaste a la bruja, y el Pucho quedó anonadado.
-¿Te parece que da para volver?
-Ah, querido, vos tenés la conciencia sucia. Yo no. Aparte no me gusta comerme todo, chuparme toda la birra y desaparecer. Andá, si querés.
-No, siendo así te hago la segunda.
-Vale.
Compramos las birras, cuidadosamente embolsadas por cuanto a algún funcionario trasnochado se le había dado por prohibir la venta en kioscos, almacenes y hasta supermercados después de las 9 de la noche. Cuando volvíamos, vimos dos patrulleros subidos a la vereda de la casa de Pucho. Las balizas constituían la suma de todos nuestros miedos.
-Viste, boludo, te dije. Nos tendríamos que haber ido a la mierda.
-Capaz que estamos a tiempo, todavía.
Nada que ver con eso. Un tira nos miró, sacó la 9mm y nos indicó acercarnos.
-Dejame hablar a mí -le dije a Juanjo. No era que fuera yo muy agudo, pero si hablaba el otro estábamos en el horno.
-¿Ustedes estaban acá?
-No, señor oficial.
-¿Qué están haciendo?
-La verdad, no le puedo mentir. Veníamos del centro y paramos a comprar una birra en el kiosco de a la vuelta -que me disculpe el kiosquero, él tendría frente a sí a lo sumo una clausura temporaria. Nosotros debíamos salvar el pellejo.
¿Adónde vivís? -Preguntó, dejando bien en claro que no me creía nada de nada.
-En el Barrio de La Loma.
-¿Y llevás las cervezas desde acá? ¿No te parece que van a llegar calientes?
-Me agarró otra vez. Íbamos a ir tomándolas por el camino.
-¿Seguro que no tienen nada que ver con esta gente?
-¿Qué gente?
-La que vive acá. No te hagás el boludo.
-No, ni idea.
-Bueno, mejor, entonces. Me van a salir de testigos.
-¿Qué?
-Que encontramos una flor de bolsa de “merluza”, ahí adentro.
-No, mire, todo bien, pero no queremos tener…
-¿ACASO LES PREGUNTÉ SI QUERÍAN?
-No, pero…
-Pero nada. Pasen de una vez.
Entramos. Había tres o cuatro uniformados, y un par de civil. Éstos últimos eran los peritos que le tiraban esa porquería a la merca para que tome el color azul ése que te manda preso. El Pucho y su madre nos miraban, pero no soltaron prenda. Se habían dado cuenta al toque que nos habían pescado para testificar. Cosa que hicimos, mostrando documentos y firmando el acta correspondiente. Me sentí muy mal, pero poco y nada ganaríamos yendo presos por solidaridad, nomás. Cuando iban a proceder a las detenciones, el Pucho se hizo cargo, relevando a su madre de toda eventual culpabilidad. Adela lloraba, tal vez emocionada porque la bestia de su hijo mostraba algún rasgo humano, finalmente. La cosa que aportó una buena cuota de realismo a esa extrañísima situación.
-Ya se pueden retirar -nos indicó el yuta que nos había convocado a esa improvisada mise en scéne.
-¿Puedo llevarme las cervezas?
-Rajá de acá antes de que te lleve a vos también.
Ya en la calle, Juanjo dijo:
-Cómo zafamos, eh.
-Sí, gracias a mí, salame.
-Ah, claro. Si me hubieras dejado hablar a mí, ahora estaríamos tomando las birras que entregaste.
-Si te dejaba hablar a vos, todavía nos estaban pegando.
Seguimos caminando sin hablar. Sucede muy frecuentemente, eso de permanecer callado luego de periclitar la debacle. Entonces pasaron los patrulleros, con esa infame cantinela de sirenas que crispa los pelos. En el de atrás, debidamente flanqueado, iba el pobre Pucho. Seguramente alguien lo había batido. Giró la cabeza y nos miró sin bronca, sin reproches. Todo lo que aquella breve pero inolvidable mirada trasuntaba era tristeza y resignación.
Entonces Juanjo se detuvo.
-¿Qué pasa? -Le pregunté.
-Voy a tomar las birras a lo del Pucho. Seguro que las dejaron.
-Hijo de puta, te querés coger a la vieja de nuevo.
-Che, qué mal pensado que sos. Solamente voy a tomar unas cervecitas y charlar un poco con ella… viste cómo se quedó, la pobre.
-Sí, la vi. Pero qué tipo sensible que sos…
-Y bueno, qué querés. Uno es así.
-Dale, andá, consolala.
-¿No querés venir?
-¿Me estás cargando?
-No, gil, qué te pasa…
-Dale, andá. Yo ya tuve demasiado por hoy.
-Ok.
Di unos pasos y me volví.
-¡Juanjo!
-¿Qué?
-Como sería si tuviera las dos tetas, ¿no?
-Me caso -dijo sonriente el hijo de puta, y agregó. -Y dejame chequear su estado financiero, que por ahí me caso igual. Teta más, teta menos…
-No le hace.
-Para nada.
-Andá a la puta que te parió.
Camine un par de cuadras. Entré en un kiosco y pedí una cerveza de litro. Isenbeck, con envase no retornable.
A estas alturas, lo único que esperaba era no tener que mandar al frente a otro kiosquero.