lunes, 23 de abril de 2012

EL ÚLTIMO POLVO

Hajime Sorayama
Estaba en el Bar de Pedro bebiendo unos Camparis, bastante aburrido porque todos los viejos escuchaban por radio los sorteos de la tómbola de Montevideo, y mientras ello transcurría no podía abrirse la boca so riesgo de ser expulsado, y eso en el mejor de los casos. Los gerontes aquellos no andaban con vueltas, como sucede con la mayoría de bebedores de vino suelto barato. Es un índice; ténganlo en cuenta, muchas veces allí  puede radicar la diferencia entre la vida y la muerte. 
-Hola, Cratilo, ¿cómo andás? -oí decir a mis espaldas, mientras los viejos miraron como tratando de adivinar de qué planeta había salido el tirifilo aquel, vestidito a la moda -en un estilo de esos que consisten en una especie de  desparpajo cuidadosamente estudiado, valga la frívola paradoja-. Con su imprudencia me estaba comprometiendo a mí, que también fui objeto de miradas censuradoras. Tomé mi vaso, me incorporé y le dije en voz baja “vení”, mientras lo llevaba de un brazo a una mesa alejada, junto a las vidrieras.
-¿Qué pasa?
-Pasa que si seguís hablando mientras transmiten la tómbola, sos boleta. Los viejos te ensartan como churrasco de croto.
-Eh, pero es un lugar público…
-Sí, pero bajá la voz porque este lugar puede llegar a tener uno menos entre el público. ¿Sabés la de boludos que vi salir de acá como chicharra de un ala? 
-¿Y si quiero tomar algo qué? ¿Lo pido por señas?
-Vas a tener que esperar a que termine el sorteo. Lo siento, son los códigos.
-Nunca vi una cosa igual…
-Yo tampoco. Por eso me encanta estar acá.
La inusual visita era un fulano llamado Aníbal, un antiguo compinche a quien había dejado de frecuentar cuando advertí que su raigambre burguesa había fagocitado al ser humano y al artista que había en él. En esta suerte de auto canibalismo uno suele devorarse sus mejores partes para engordar las más espurias.
-¿Qué andás haciendo por acá? -Le pregunté por cortesía, ya que me importaba tres carajos lo que puta pudiera andar haciendo; y, desde luego, no quería verme involucrado en ningún asunto ajeno.
-Buscándote a vos. Me dijo Renato que podía encontrarte en este bar, pasé una vez y no estabas. A la segunda tuve suerte. ¿Adónde vivís, ahora?
-En el barrio de la Loma.
-Es un barrio grande, che. Te pregunto el domicilio…
-Ya sé, pero vivo con mi vieja -mentí-. Es bastante incómodo, viste…
-¿Con tu vieja? ¿A esta altura?
-Y, viste cómo es, uno tira la taba y a veces sale culo. Ya terminó el sorteo, podés pedir bebidas. Tenés que ir a buscarla vos, y no te aconsejo que pidas Coca diet, o algo como eso. 
-Qué boliche de mierda…
-Eyeyeyey, no te permito, eh.
Volvió con Gancia y soda.
-Me andabas buscando, decís.
-Ahá.
-¿Por cariño, nostalgia, o qué?
-Yo diría por “o qué”.
-Por un lado mejor, porque detesto los sentimentalismos. Pero por el otro, tengo que reconocer que los “o qué” suelen resultarme más problemáticos, a ultranza. ¿What’s up, doc?
-¿Te suena Lorena Suárez?
-Uh, loco, no me vas a decir que ten enrollaste con la mina ésa…
-¿Por qué lo decís?
-Mirá, si estás con ella y yo hablo, te vas a ofender; cosa que me importa tres carajos, de todos modos. Te aviso por vos, nada más.
-Dale, hablá tranquilo.
-Estoy tranquilo, difícil que hable de otro modo. Mirá, la mina ésa es una histérica que pretende tener a todos dando vueltas alrededor de ella como una perra alzada. Si me preguntás que te conviene, yo te diría que huyas de esa enferma como de la peste.
-Se nota que fue fuerte, lo de ustedes. Se odian con ganas, che.
-Nada que ver, yo no la odio. Para mí no existe. Pasa que vos preguntás y yo te contesto.
-Bueno, la cosa es que el otro día estábamos mirando unas fotos viejas, y en una apareciste vos. Me sorprendí, y exclamé “¡Éste es Cratilo!” Ella abrió los ojos desmesuradamente, me miró fijamente y me preguntó “¿Lo conocés?” “Claro, es amigo mío”, le respondí.
-La hiciste bien, ahora te quiere matar -y reí a carcajadas.
-No. Pasa que estoy compitiendo con otro, que también está recaliente con ella.
-Toda su vida fue igual. Le encanta que los perros calientes se maten entre ellos por su morral de cuero. Y si es delante de ella, mejor.
-No sé si es tan así. Bueno, la cosa es que el otro pretendiente también te conoce.
-Ah, ¿Sí?
-Sí. Se trata de Gerardo Barra.
-¿El polizonte? Ah, bueno. Tené cuidado, porque en cuanto la loca ésa lo enajene, sos boleta. 
-¿Vos decís que sería capaz de matarme?
-No. Quiero decir que es capaz de matarte y no pagar por ello ni medio centavo.
-Ah, me quedo más tranquilo, entonces. 
-No te quedés tan tranquilo. Ahí viene.
-¿Quién viene?
-Gerardo, boludo. Me cago en ustedes. Lo único que les falta es venir a hacer quilombo acá.
Gerardo se bajaba de una camioneta de la san puta. Accionó la alarma, que fue anunciada por un chiflido de dos notas ondulantes y un parpadeo de luces. Entró, me saludó con un beso y dijo, como decía siempre:
-¿Qué hacés, genio? -A Aníbal ni lo registró.
-Andás a pata, chabón… - le respondí.
-¿Viste qué fierro, pegué?
-Impresionante. ¿A quién choreaste, esta vez?
-No seas boludo, sabés que me rompo el culo trabajando…
-¿Tomás algo? -Le pregunté, ante el cabal recuerdo de la infinidad de veces que él me había pagado los tragos.
-No. Me temo que van a tener que acompañarme.
-¿Estamos detenidos?
-En principio, no. Vamos hasta la casa de Lorena. Y si no quieren ir, entonces sí, quedan detenidos. Vamos acá a la Comisaría 5º, o al pozo de 1 y 60...
-Bueno -dije fastidiado; no me gusta que me prepeen y mi última voluntad hubiese sido ir a ver a la mina esa-, dejame en la 5º, mejor, si se puede elegir. 
-Dale, muévanse.
Se levantó y fue hasta el mostrador a pagar nuestra cuenta. No, si algo de clase tenía, el polizonte. Apuré el trago, salimos y subimos en la camioneta. Minutos después nos detuvimos frente a esa casa que no me traía muy buenos recuerdos que digamos y por la que muchas veces evitaba pasar.
Antes de  que llamemos, Lorena abrió la puerta. Se nota que nos esperaba, presa de la ansiedad. Una de sus patologías mentales era precisamente ésa, la ansiedad. Me miró intensa y largamente, con una leve sonrisa que se me antojó una máscara demoníaca. Con todo, seguía siendo hermosa; quizá más que antes, ya que mostraba cierto aplomo, cierto aire de madurez propios de la mujer experimentada, que la hacía mucho más interesante (¡Danger!).
-Tanto tiempo -me dijo.
-No me parece tanto. Viste cómo es esto, cuando uno la pasa bien y está tranquilo, el tiempo vuela.
-No cambiás más, vos. Pasen, no nos vamos a quedar hablando acá afuera.
-Por mí, está bien -dije.
-Dale, boludo, caminá -me ordenó Gerardo. Vi algo en sus ojos que no me gustó ni medio. 
Entramos y nos sentamos en el living. Lorena, cruzando sus torneadas piernas sobre un sillón apropiado al floreo sexy que era su mètier, presidía la escena. A cada lado, y enfrentándola, Gerardo y yo hicimos lo propio sobre otros sillones mullidos y de respaldo muy alto. El pobre Aníbal, evidenciando su magro status en el grupo, lo hizo un poco más lejos, sobre una silla, codo izquierdo sobre la mesa. Se lo veía asustado, y sobre todo, triste.
-Sírvanse -dijo ella, señalando con un leve cabezazo una botella de whisky Grant’s y los vasos. Eso hicimos. Bebí un buen trago (el Grant’s me encanta. Supongo que no lo habrá elegido porque sí, la hija de puta ésta no daba puntada sin nudo). A continuación pregunté:
-¿A qué se debe esta reunión de ex camaradas?
-¿No estás contento de volver a verme? -repreguntó Lorena.
-¿Se puede decir la verdad?
-Siempre el mismo, vos. Desagradable y antisocial.
-Sí, por eso, ¿para qué me trajeron, acá?
-Bueno, ni que fuera un secuestro, tampoco.
-Ah, ¿no? Preguntále a éste -señalé a Gerardo.
-Yo los invité gentilmente, tal cual me indicó la señorita -falseó Gerardo, más que nada para hacerse el boludo.
-Bué, supongamos. Pero no sé de qué se trata todo esto. 
-Está bien -concedió la anfitriona-, te hice venir porque aparte de esos vicios de personalidad que tenés y que te afean un poco, seguís siendo el tipo más ecuánime e inteligente que he conocido. 
-¿Yo tengo vicios de personalidad? ¿Y por casa cómo andamos?
-Decí que tus amigos te conocen, sino vaya a saber lo que les darías a pensar acerca de mí.
-Agradecé que todavía no te conocen a vos…
-Bueno, che, cortala con la mala onda, ¿querés?
-Eso -terció Gerardo. -No seas mal educado y tratá bien a la chica, Cratilo. No me hagás enojar. -Frase clave, un aviso que llegaba antes de violencias irrefrenables. Decidí entonces que ya estaba bien de rezongos. Aníbal, en tanto, permanecía mirando al suelo; demudado, superado por la situación y ya sintiéndose perdedor. Creo que en esto último tenía razón, era justo la clase de tipos que quedaba hecho papilla en las garras de Lorena. Gerardo no, él era otra clase de gente.
-Bueno -me avine al fin-, terminemos con esto. Supongamos que soy inteligente y ecuánime como vos decís… ¿en qué podría ayudarte?
-Ellos ya lo saben. Los dos pretenden ser mi pareja, y yo a estas alturas de mi vida siento que tengo que formalizar, sentar cabeza, iniciar un proyecto de familia…
-Ahá.
-Y Aníbal es un buen chico, pero también inmaduro e insolvente. Lo que tiene a favor es que es soltero.
-Ahá.
-En cambio Gerardo es todo lo contrario. Tiene mucho dinero, es aplomado, protector, fuerte y decidido…
-¿Entonces?
-…pero es casado.
-Ya te dije -intervino Gerardo- que me des un poco de tiempo. Me estoy separando, tengo hijos, no puedo hacer todo de un momento a otro.
-Tal vez una párvula inocente crea cuando un hombre le dice ese discurso, por otra parte más viejo que la escarapela. No, querido, a otra perra con ese hueso.
-Está bien -dije, tratando de acortar los tiempos para irme de aquella casa-, tenés todo bien calibrado, se nota que todos los elementos del cuadro de situación están en tu consideración… y conociéndote, sé que ya debés tener una decisión in pectore. No creo que te haga falta mi opinión, aparte de que no te la daría ni loco. Si después te va mal, me lo vas a echar en cara y tendrás un motivo más para no respetar la distancia que trato de poner entre nosotros. Aparte, estos dos son amigos míos. No voy a ayudar a uno en detrimento del otro…
-Tengo todo pensado -replicó ella. -Vamos al escritorio, porque hay un montón de elementos más que me gustaría que tuvieras en cuenta al momento de la evaluación y a los que no puedo dar voz delante de ellos.
-Sí, vos salvás tu imagen, pero yo inexorablemente quedo para la mierda con al menos uno de ellos -observé.
-Bueno, sobre eso podemos decir que valoro mucho tu opinión, pero no es en modo alguno vinculante. Es simplemente oírla, que me ayudes a pensar.
-¿Y qué gano yo con esto?
-Ayudar a tus amigos. Y ello, aparte de que me debés una. Una que no te conviene para nada que ande ventilando ahora…
Me avine a sus insinuaciones. No era tanto por temor a las facturas que pudiera pasarme, sino más que nada porque la conocía y sabía que tenía en mente tener sexo conmigo. Y yo, de tanto mirarla en su sensual y pletórica madurez, la belleza apabullante de su cara y sus piernas largas y perfectas, me encontré caminando detrás de ella, hacia el escritorio, con la docilidad de un perrito faldero. Antes de ingresar, se volvió y dijo al atribulado dúo de pretendientes:
-Ustedes dos, aprovechen a conocerse mejor y sacudirse de encima las tirrias. Son buena gente, ambos. Se los aseguro.
Entramos. Cerró la puerta y sirvió dos vasos de Grant’s. Había Grant’s por todas las estancias de la casa, y no pude evitar pensar que era una manera de agasajarme, una de las que más me pueden. Tomamos asiento, y ella encendió un aparato y se dejó oír la música de Annie Lennox. Eso tampoco era casual; evidentemente, quería lisonjearme.
-Te encanta, todo esto, ¿no? -dije al fin.
-¿A qué te referís?
-A tener un par de marionetas peleándose por vos, ahí afuera. Vivís de eso, te encanta, decí la verdad. Es claro que no le vas a terminar dando calce a ninguno de los dos. ¿Por qué te gusta tanto jugar con los sentimientos de la gente?
-Tal vez será porque alguien que conozco jugó con los míos…
-Ah, ahora la culpa es mía… dejate de joder, si cuando te conocí ya eras así; ¿o por qué te pensás que me fui a la mierda?
-No sos el mismo Cratilo, estás perdiendo tiempo. Te traje acá para poder gozar de nuestros cuerpos como lo hacíamos antes -dijo, mientras se incorporaba y se quitaba pantalones y blusa, dejándome comprobar que el material que aún no había exhibido estaba igual o mejor que el otro-, y no para que te comportes como un cura en viernes santo.
-Dicho así… -concedí, no sin un poco de vergüenza ante la acusación de moralista de la que había sido objeto, y metí la mano en sus bragas. Ella me besó apasionadamente, y luego, soltando tenues quejidos, apretó mi mano contra su vulva. Jugueteé un poco con mis dedos en el clítoris y tuvo una explosión orgásmica llamativamente convulsiva. Habrían pasado tan solo unos cuantos segundos. A continuación nos desvestimos rápidamente y mantuvimos sexo oral. Primero me estacioné en el delicioso pubis y fui bajando hasta la perla de sensibilidad, para quedarme allí, a veces refregando fuertemente boca y labios sobre las suaves y aceitadas mucosas, a veces jugando tenuemente con la punta de mi lengua. Finalmente, comencé a juguetear simultáneamente con un dedo en su ano, y la hice acabar como dos o tres veces más. Su fellatio, a continuación, fue dulce y breve, por cuanto no quería perderme la penetración. La recosté sobre uno de los brazos del sillón, de modo que su vagina quedase bien expuesta, y fui a por ello. Entre delicias de sedes saciándose con voracidad, colegí que los años le habían sentado bien no sólo físicamente, sino que además habían refinado sus técnicas. Sentí como su marea subía y no pude aguantarlo. Nos fuimos simultáneamente entre los rápidos salvajes del caudaloso río del erotismo.
-Creo que hicimos un escándalo bárbaro -comenté, mientras recuperaba el aliento.
-¿A quién le importa? Te estás viniendo demasiado pacato, para mi gusto…
Semejante comentario me dio en el medio de las pelotas.
-Tenés razón -concedí. -pasa que son amigos, viste.
-Mirá, Cratilo, tendrías que replantearte quiénes son tus amigos. Estos tipos te conocen, y sólo se acuerdan de vos cuando necesitan algo. En serio, me di cuenta de que se les llenaba la boca hablando de tu amistad, y sin embargo te van a ver sólo cuando necesitan algo. Por eso armé todo esto: aparte de que tenía muchas ganas de verte, eso es todo.
-Siendo así, tocaste mal. Gerardo no es de los que se quedan con los pedos atascados. ¿Vos pensás que se va a quedar así, tan campante, si se enteró de lo que seguramente va a tomar como una afrenta personal? No, nena, ni lo sueñes.
-Es un hombre grande; será milico y todo lo que quieras, pero la esclavitud se abolió hace rato. No te preocupes, yo lo manejo -aseveró, se acercó a mi asiento y me abrazó, apoyándome en la cara sus hermosas y sólidas tetas desnudas. Su aroma, sus olores naturales, eran subyugantes. Empecé a recorrer lentamente la parte interna de sus piernas hasta llegar al punto de su húmeda calidez, provocándole un gemido que me hizo temblar de deseo. La tomé y la acomodé sobre mí, me montó y al cabo de unos momentos volvimos a derramarnos simultáneamente. Cuando terminó de correrse, se recostó sobre mi pecho, agotada de saciedades. Yo no podía creer la escasa cantidad de tiempo que había transcurrido de un polvo al otro. Evidentemente, Lorena sabía cómo estimularme, y el físico vaya que la ayudaba. Mientras nos vestíamos, traté de acordar qué carajo íbamos a decirles a los dos pretendientes en el living. “Vos dejame a mí”, me dijo, y eso no me dejó muy tranquilo que digamos.
Volvimos al living, adonde estaban mis “amigos” (comillas aplicadas según las más que atendibles dudas que había planteado Lorena). Estaban con una cara de culo que se la pisaban. Era evidente que habían oído, sino todo, lo suficiente como para maquinar toda clase de situaciones eróticas, que jamás le habrían hecho justicia a la lujuria que se había desatado en el escritorio de al lado.
-¿Llegaron a algún veredicto? -Preguntó Gerardo, con cara de estar oliendo mierda.
-No -respondió Lorena. -Él me dio algunas precisiones sobre ustedes muy interesantes, que echan verdadera luz sobre…
-Aparte de echarte luz, te echó unos polvos bárbaros -interrumpió Gerardo. Yo me sobresalté. Aníbal miraba el piso, presa de una profunda tristeza. -Sí, querida, no me vas a venir a tomar de gil, a mí…
-Soy una persona mayor y hago lo que me viene en gana. ¿Acaso ahora no te tenés que ir a dormir con tu mujercita, vos, y yo no te digo nada? ¿Eh?
-Yo jamás te la vendí cambiada.
-Me cago en la diferencia.
-Bueno -dije-, me parece que esto no da para más. Me voy a mi casa.
-Vos te quedás -dijo Gerardo, sin dar lugar a opción alguna. -Mejor dicho, vas a acompañarme, junto con esta puta y tu amiguito. Todavía tengo que hacer un par de cosas con ustedes.
-Yo ya terminé. Si me vas a dar un tiro por la espalda, tirá, nomás -dije, a sabiendas o por lo menos en la firme creencia que no lo haría.
-En tal caso, solo me queda parafrasear el tango de Rivero, Amablemente: “Le dijo al gavilán: puede rajarse, el hombre no es culpable en estos casos.”
-Vamos, Aníbal -dije a mi ahora casi lloroso amigo. -Esta gente tiene cosas que arreglar. -Se incorporó y casi corrió detrás de mí. 
-Oigan -dijo Gerardo antes de que saliéramos-, no se les ocurra comentar con nadie lo que pasó hoy acá, ¿estamos?
-Estamos -respondimos casi al unísono, luchando contra nuestros pies que querían dispararse hacia la calle. Lorena me miró con una mezcla de pánico y tristeza. Quise decirle algo, pero no pude. Tragué saliva y me fui, con Aníbal que no paraba de hablar.
-Loco, ¿no tendríamos que hacer algo?
-¿Algo como qué?
-Ir a la policía a hacer la denuncia, por ejemplo.
-ÉL, es la policía, salame. ¿Querés seguir respirando, vos? Bueno, entonces olvidate de Lorena, de denuncias, de Gerardo y, sobre todo, de mí.
-¿Vos pensás que la va a matar?
-Y, estaba muy caliente, el vago. Me tenté y lo hice quedar como un boludo. La verdad, me debe querer un poco, que si no, no la cuento.
-¿Y Lorena?
-Lorena midió mal la bocha. Por eso vio la muerte, al final. Boluda no es.
-¿Vos pensás que la va a matar?
-Ha matado tanta gente… y como te dije, la bestia ésa te mata y no te paga.

miércoles, 11 de abril de 2012

KNOCKIN’ 0N HEAVEN’S DOOR

Frank Frazetta


Todo comenzó en enero. Estuve unos días en mi amado Brasil, y allí “meu fígado” comenzó a fallar. Luego pasé varios días en Venezuela, trasegando un ron muy malo que terminó con lo poco que quedaba de mi víscera más castigada. Hacía algo así como dos meses que el color negro de mis deposiciones anunciaba derrames de sangre; pero como me había sucedido algún par de veces, y me había repuesto, aposté a que esta vez sucediera lo mismo. La última noche en la Isla Margarita ya volaba en fiebre. Rato después volaba en avión. Y las Parcas (que parecen redoblar sus esfuerzos en los años bisiestos) no querían soltarme. El avión a muy poco estuvo de ser derribado por un temporal que nos pilló justo en el descenso sobre el Aeropuerto de Ezeiza. Todo comenzó con un tremendo pozo de aire que no terminaba más y que amenazó con estrellarnos. Hubo que ganar altura nuevamente y, entre pozos y sacudidas, permanecer una hora dando vueltas entre escenas de pánico y gritos -debería decir chillidos- por parte de mujeres y algún que otro maricotas. Durante ese primer pozo de aire, aún no emulado por la montaña rusa más endiablada, un cordobés -cuyo voluminoso abdomen no le permitía siquiera colocarse el cinturón de seguridad- voló y se desarticuló todo en una caída que dejó más de un lesionado. Fue impresionante ver al buey aquél suspendido, producto de ingentes inercias de aparatos voladores precipitándose.
Finalmente aterrizamos, a pesar de las justificadas zozobras. Una vez en casa, me cuidé durante una semana, pero los síntomas hepáticos no cedían. Así que un sábado por la noche, cansado de guardar la línea sin mayores resultados, en franca rebeldía y hecho una furia por la abstinencia, me clavé un par de daikirís con dosis triple de un exquisito ron venezolano marca Pampero. Para qué… me debe haber reventado una vena o arteria esofágica, ya que dejé el baño negro con un vómito de sangre explosivo y copioso. Fue el principio de una gran debacle. Mientras tembloroso -debido a la fiebre y a las disfunciones orgánicas- pretendía limpiar aquel desastre, mi mujer me sacó del medio y se hizo cargo del desastre. Pretendió llevarme al médico de todas maneras posibles, haciendo caso omiso de mis argumentos. Claro que frente al cuadro que se presentaba, no lucían muy sólidos que digamos. Le dije que había sobrevivido muy bien durante mucho más de treinta años sin consultar profesional de la salud alguno -que no fuese un dentista-. O que, si bien la naturaleza no me había favorecido con una locura egregia (de ésas que permiten vislumbrar y transmitir artísticamente visiones trascendentales), este martirio cirrótico me daba cierta pátina que me aproximaba a tipos como Poe, Dylan Thomas, Caravaggio, Bukowski, etc. Tales argumentaciones eran refutadas por el sentido común femenino, que la llevaba a definir aquellos desagradables honores con una perífrasis que, sin eufemismos, podría resumirse en dos palabras: borracho pelotudo.
El día siguiente lo pasé acostado viendo tenis por TV, sin sospechar que quien estaba con match point en contra era yo. Poco y nada recuerdo de ese día, así que de una extraña manera hipostática esta narración es de segundo orden, es decir, me fue contada. Aquí viene entonces la crónica de casi tres días de los que guardo algún que otro flash reminiscente. Parece ser que tuve un segundo episodio sangrante y comencé a hablar más sandeces que de costumbre. Mi ángel guardián, ante la persistencia tenaz de mi parte de negarme a colaborar en lo más mínimo, convocó a familiares y amigos para ver cómo disponían de mis despojos. Finalmente cedí, hay quien dice que fueron los llantos continuos y desquiciantes de mi gente más querida; otros dicen que debido a la posibilidad de hercúleos enfermeros que, cual maestros judokas, torcerían mis huesos y me meterían en una ambulancia. Creo honestamente que fue debido a la primera causa probable, ya que la ira que me embargaba hacía muchísimo más atractivo morir peleando entre sangrientos borbotones que otra cosa. De pronto estaba desnudo, sentado en el borde de una cama de hospital, con dos frascos goteando en mis venas, reclamando en todos los tonos posibles mi derecho a irme de allí. Recuerdo una especie de terror sordo, una necesidad de que me dejasen morir tranquilo, y estar cometiendo toda clase de inconductas, como cagar -de color negro- en la mesa de luz de un pobre viejo más delirante que yo en su senilidad, que festejaba y reía ante mi desatino, o irme por los pasillos arrastrando sueros y antibióticos, con una amiga persiguiéndome, sosteniendo el soporte de los fármacos. Finalmente, y como podrán suponer, fui atado a la cama. Está claro que más allá de ciertos límites las libertades individuales, incluso las de rango constitucional, dejan de ser respetadas.
Mi cabeza no respondía. Se suscitaron diálogos cómo éste:
Médica: Gabriel, ¿sabés adónde estamos?
Yo: Sí, en Caracas.
Médica: Ah, bueno, qué suerte. Pero estamos en una clínica.
Yo: Me di cuenta, sí.
Médica: ¿Y sabés por qué estás acá?
Yo: Porque perdió River.
Médica: Ahá. ¿y por qué más?
Yo (fastidiado): Porque perdió River. ¿Te parece poco?
Bueno, parecía ser que la sangre putrefacta y otros humores que mi organismo era incapaz de procesar, se me habían ido a la cabeza, produciéndome algo llamado encefalitis. Lo que es yo, solo sentía la furia sorda de la bestia acorralada. Como insistía en irme de allí, me durmieron y me hicieron todo tipo de tomografías, endoscopias, hasta una punción lumbar. Fui a parar a terapia intensiva. Atado. Mi gente más cercana tuvo que dejar sus números de teléfono, había reales posibilidades de cambio de plano por parte de éste, su amigo que jamás cabestrea.

Desperté un amanecer todo cableado y con oxígeno. Quise levantarme, pero continuaba atado. ¡Qué berretín tenía esa gente con las ligaduras! No quiero hacer lecturas psicológicas, pero creo sin lugar a dudas que esa sería su modalidad perversa preferida, la de atarse a la cama. Era víctima de un secuestro por parte de puercos sadomasoquistas. Al menos aún podía arrojar patadas. ¡Patadas! Tenía los pies sueltos. Ello me llevó a tentar planes de libertad. En aquella antesala del infierno sólo había un individuo muy viejo, en trance de muerte, y otro que me observaba con mirada bovina. Haciendo un esfuerzo conseguí incorporarme, y alcanzar así una posición más favorable para hacer fuerza. Pero las tiras de gasa o lo que fuese que habían utilizado para anular mi voluntad eran por demás resistentes. Al ver mis afanosos ajetreos, el tipo de mirada bovina -el que al parecer aparte de idiota era buchón-, dijo en voz alta:
-¡Con razón lo atan, al loco éste!
Una vieja morocha y desagradable, con cara de pocos amigos -por no decir ninguno- entró desde algún lugar y, casi cagándome a cachetadas, me dijo:
-Escuchame, ¿adónde te crees que vas? ¿No te das cuenta que no te podés ir, de acá?
Me dirigí al idiota: -che, pedazo de pelotudo, ¿encima sos buchón, vos? Decí que estoy atado, sino ibas a ver la de golpes que te doy.
Sólo sonrió, como sobrándome.
-No va a faltar oportunidad, gil -le dije finalmente. -Te voy a buscar y te voy a meter tal botín en el culo que van a tener que hacerte una cesárea para sacártelo. 
Entonces, cuando la vieja desagradable volvía al lugar en el cual apoyaba sus gigantescas asentaderas, pensé que jamás iba a curarme estando a cargo de una persona que, a todas luces, me odiaba. Entonces tuve ganas de orinar, y nada más que para joderla, no dije nada y le meé toda la cama. Luego le avisé.
-¡¿Por qué no avisás antes, torpe?! -Me espetó.
-Porque si me hubiera desatado, hubiese ido al baño, como corresponde.
-¡¿Sos tarado vos?! ¡¿Qué parte no entendiste, de la frase “no te podés levantar”?!
-Puedo entender a Deleuze, a los simbolistas, la música de Stravinsky. ¿Qué te hace pensar que no iba a entender los balbuceos oligofrénicos de una gorda obtusa como vos?
-Levantá el culo, inútil. Y empezá a rezar para cuando te tenga que acomodar las cánulas.
Creo que de alguna extravagante manera, nos entendimos. Las relaciones interpersonales son algo impredecible.

Luego vinieron las caras amigables, de a una y convenientemente esterilizadas. Allí me enteré de que lo que creía habían sido unas cuantas horas en realidad habían sido tres días, y que salvo las heridas cirróticas del hígado, el resto de mi organismo funcionaba de maravillas. Rato después, y quizá gracias a mis inconductas, pasé a una habitación personal que mi querida mujercita reservó para mí, con TV y posibilidad de visitas permanentes. Al rato estaba todo el sabalaje de mis amigos rodeando mi cama y divirtiéndose con mis relatos y ocurrencias. Como antes, casi un stand comedy, si no hubiese sido que no podía levantarme y que tenía clavadas más agujas que el personaje de la película Hellraiser de Clive Barker. Mi cerebro funcionaba bien, es decir, bien según los cánones que le eran propios. Los mismos médicos no podían creer la contundente mejoría que estaba experimentando. Afuera hacía un calor de la hostia, y yo gozaba del aire acondicionado de mi habitación. Me hallaba débil, había bajado cerca de veinte kilos en una semana. Pero estaba de nuevo en la brecha, con hambre de vida y de percepciones dignas. Y hambre a secas, también. Y lo más importante, tuve oportunidad de cavilar largamente sobre la futilidad de muchos componentes de mi experiencia vital, que tenía que extirpar de raíz. De veras, en estas instancias, uno cobra real conciencia de las pelotudeces que agotan nuestra energía y nos mandan al tacho.
Días después quedé libre, saturado de sermones, advertencias y amenazas de todo tipo, respecto de todas las plagas apocalípticas que caerían sobre mí si volvía a beber un solo trago de vino. Por mi parte, confío en la ciencia y en mi organismo. Llevé conmigo mi historia clínica, ¡tengo una historia clínica! Lástima que la primera frase de la misma reza: PACIENTE NO COLABORATIVO.
Finalmente entré de nuevo a casa con una gruesa de fármacos, y lo primero que hice fue encenderle velas a mis orixás, justo antes de poner en el estéreo a Zé Ramalho:

                                                   Bate bate bate na porta do ceu
                                                   Bate bate bate na porta do ceu

Y, sí. Por suerte no me abrieron. Todavía.

viernes, 6 de abril de 2012

APURÓ EL TRAGO


Paolo Eleuteri Serpieri

Sobre cualquier alegría, para estrangularla,
di el salto sordo de la bestia feroz.
Arthur Rimbaud

Apuró el trago. No recordaba si era el quinto o el sexto whisky. La brasa del cigarrillo dispersaba volutas estertorosas, agitadas en su incipiencia por una especie de Parkinson prematuro, quizás atribuible a tantos vicios, a tanta depresión, a tanta angustia. ¿Que diablos le sucedía? ¿Por qué cuando las cosas marchaban de modo apacible se empeñaba en buscar esa vuelta que lo arrojara una y otra vez al abismo? ¿Por qué hacia de la condición humana algo tan inhumano para sí mismo? ¿Por qué ese análisis paranoide, ese rumiar detallado de cada circunstancia, esa búsqueda del estigma, del punto débil en la estructura, de la nimiedad que lo condujera inexorablemente a enemistarse con el mundo, él incluido?
Estaba enfermo, lo suficientemente enfermo como para sufrir como un condenado, pero no como para morir una muerte balsámica, expurgatoria; una muerte que su pusilanimidad le impedía ejecutar por mano propia. Se vio a si mismo como una casa fantasma que martirizaba a los ocasionales huéspedes, y si bien ello le generaba cargos de conciencia que retroalimentaban su angustia, era precisamente él quien llevaba la peor parte, dado que, –remordimientos aparte- era el anfitrión; estaba confinado irremediablemente a ese páramo de miedos e incertidumbre.
¿Cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? ¿Cuánta hiel es necesario tragar antes que el organismo colapse? Estaba enfermo, y los profesionales no lo habían ayudado gran cosa. Por el contrario, en las consuetudinarias sesiones de terapia había aprendido nuevos trucos con los cuales fustigar mejor a su mente, flagelada ante la imposibilidad de sortear las trampas que el mismo iba tendiéndose con cínica determinación.
Apuró el trago y pidió otro.
Subió al auto y emprendió el regreso a casa. No podía seguir envenenando la sangre de su actual mujer. Evidentemente, no lo merecía y no tenia por que soportarlo, aunque el amor fuera, como ella decía, razón suficiente para una estoica tolerancia. Iba a ser justo con ella.
Había sopesado cuidadosamente cada una de las palabras con las que trataría de hacerle entender lo fútil de su sacrificio. Apostaba a que las asumiera, a que interpretara la inutilidad de sus esfuerzos, la in conducencia de seguir tragando mierda ajena sin una mínima ilusión de que el asunto fuera a revertirse alguna vez. Había algo erróneo en su propia esencia. Siempre iba a faltarle algo, siempre encontraría pequeñas suciedades, aún en la pulcritud más exasperante. Y siempre hallaría el modo de justificarse, de mostrar ese costado obsesivo como estandarte ante cada renunciamiento. Siempre había sido igual, con mayores o menores merecimientos por parte de ellas. Simplemente se había parapetado detrás de su propio monstruo y lo había azuzado para espantarlas, hubiesen sido más o menos bienintencionadas.
Entró el auto en el garage y sintió la boca amarga y reseca. Sus manos temblaban tanto que le costó meter la llave en la cerradura. Ingresó y se dirigió directamente a la habitación, resuelto a espetar de una vez las palabras largamente meditadas, y a no aceptar disensos. Mas grande fue su sorpresa cuando vio sobre la cama perfectamente tendida una carta con su nombre. Un papel en el cual las letras configuraban el mensaje escueto y final: la “compasión” habia llegado al limite, su mujer se había marchado para nunca mas volver.
El discurso que tan minuciosamente habia elaborado devino impertinente por extemporáneo. Él mismo, y su monstruo, también habían perdido pertinencia, si no por extemporáneos, por insustanciales. Se sintió grotesco, inmaduro, caprichoso, vil, banal, inútil y una retahíla de lacras mas. Fue hasta el living, se sirvió una buena cantidad de whisky, apuró el trago y se sirvió otro tanto. Encendió un cigarrillo más. Allí estaban él y su monstruo, el espantajo y su sombra, tan ridículos en su incongruencia. Remedos de una humanidad cabal, a resultas de su incapacidad para elaborar traumas tan pueriles como ellos mismos. Fue entonces que advirtió que amaba, sin ilusión ya pero con todas sus fuerzas, a esa mujer que había puesto límite a su morboso abandonismo.
Que ironía tan ácida que ese desplante póstumo, que esa clausura lapidaria, haya sido finalmente lo que había estado buscando durante tanto tiempo, en cada una de sus relaciones. Volvió a formularse la pregunta: ¿cuánto desprecio puede sentir alguien para consigo mismo? Y entonces halló una respuesta: El suficiente como para dejar de ser, de una buena vez por todas, un cobarde fatuo y presuntuoso.
Salió al patio. Fue hasta el galpón, volvió con un frasco de ácido muriático y se sirvió un buen tanto.
Elevó la copa a la salud del monstruo, que sonreía; y apuró el trago.