martes, 27 de diciembre de 2011

I WENT OUT THROUGH THE BATHROOM WINDOW

Hajime Sorayama

-Dale, Cratilo, haceme la gamba -me pedía Pepe con tono lastimero. Lo que quería era que lo acompañara en una salida con su nueva novia y la hermana. Se trataba de una morena cautivante (la nueva novia, obvio, no la hermana. De la hermana no tenía yo muy buenas referencias, tanto en lo físico como en lo anímico. Parecía ser bastante inestable en ambos sentidos).
-Sabés, Pepito, que detesto las citas a ciegas. Detesto las citas, directamente; las tomo, eventualmente, como un mal necesario, o como un maquiavélico medio tendiente al fin que no es otra cosa que la saciedad de los bajos instintos.
-Pero no te estoy pidiendo que te casés, ni que te pongas de novio por un rato, che. Solamente es ir a un boliche, charlar un poco, beber algo… nada más que eso, viejo.
-No me entendés, chabón. Te digo que no solamente me vas a romper las pelotas a mí, sino que aparte se te va a pudrir la momia con… ¿cómo se llama, tu chica?
-Patricia. Dale, boludo, que me tiene podrido con que consiga alguien para su hermana.
-Ves. Si no consigue nada, hay gato encerrado. Y ojala fuera un gato, me dijeron que tiene más bien look porcino.
-No, loco, eso era antes. Ahora adelgazó, y entrena. Es grandota, no te voy a decir que no, pero está refuerte.
-¿Vos pagás las copas?
-Claro, pero no te zarpés con tragos caros, y cosas raras, eh.
-No, nada de lujos. Pero standard, canilla libre ¿no?
Apreciado lector, permítame aquí una pequeña consideración útil: en esta clase de entuertos, más que en ninguna otra, jamás deje de prestar oídos a la primera opción que su instinto le sugiere. Por mejor que le pinten las demás perspectivas. Hecha esta solidaria salvedad, les cuento que el sábado por la noche estábamos sentados en unos asientos reservados de una especie de bar bailable Pepe, Patricia, Déborah y yo. Hablando estupideces, claro. Tratando de parecer interesantes (ellos, yo no). Había un montón de gente en aquel pequeño antro. Las mujeres seguían el ritmo sacudiendo los puñitos y las caderas, contenidas, en esa forma tan patética de expulsar feromonas disfrazadas de sensibilidad rítmica. Los muchachos se ocupaban de beber y fumar, con todo su pequeño ganglio cerebral concentrado en la magna tarea de parecer machos varoniles y duros, aunque dispuestos a deshacerse en sensibilidades feminoides si ello les podía allanar el camino hacia una sexualidad, la mayor parte de las veces tan cohibida como traumática. Déborah no dejaba de mirarme y darme cháchara, y tengo que reconocer que Pepe no me había mentido. Debería medir cerca de 1m. 90, y tenía buenas formas; quizá algo rellenita, pero nada desdeñable. Sus rasgos eran finos y sensuales, apoyados por una mirada a la que por todos lados se le escapaba una especie de frenesí reprimido. Tuve la sensación de que si no hubiese sido por bien determinadas convenciones sociales, la morocha ésa podía haberme devorado y escupido mis huesos en cuestión de unos cuantos segundos. Llevaba puesta una especie de pollera de cuero negro, con un nudo a la altura del pubis que llevaba la falda hacia arriba, permitiendo el lucimiento de sus largas y torneadas piernas -y de la más que sugerente ropa interior también oscura, ese oscuro objeto del deseo, Buñuel dixit-. Se dice que los agujeros negros producen una fuerza gravitacional de tal magnitud que ni la luz deja de ser atraída y atrapada. Pues bien, en lo que respecta a la de mis ojos, fue capturada por ese subyugante vórtice, y ello de tal modo que casi no podía dejar de observar el fenómeno sideral, el que seguramente latía cual púlsar debajo de la nebulosa semitransparente de su lencería. Pero volvamos a la tierra antes de precipitarnos.
No estaba todo tan mal. La grandota aquella estaba realmente buena, me miraba con buenos ojos (algo alocados, a decir verdad), y el ron estaba bueno, también. La conversación apestaba, pero eso suele ocurrir en la mayor parte de los casos. En eso subieron al escenario unos cuatro o cinco melenudos, afinaron brevemente los instrumentos y arrancaron con clásicos del rock/pop. Sonaban bastante bien, y tocaban con mucha calentura. No eran la gran cosa, pero era otro punto a favor; sobre todo porque uno podía disfrutar de sus módicas virtudes interpretativas y de un repertorio muy bien seleccionado, a la vez que proporcionaba una tregua en todos esos diálogos inconducentes. Cerraron con una estupenda y muy hard versión de She came in through the bathroom Window, de The Beatles.
Ni bien hubieron terminado con su show, me incorporé y fui para la barra a pedir más ron. Pepe se la iba a pensar más de dos veces antes de proponerme tratos análogos. Y Déborah, dispuesta a no perderme pisada, se vino atrás mío. El barman estaba sirviendo las copas cuando oí que alguien decía:
-Che, negra hija de puta, ¿por el mierdita éste me colgaste?
El “mierdita” este, venía a ser yo.
Me di vuelta para enfrentarlo. No tenía el menor interés en disputarle a la grandota, pero tampoco adoraba que me trataran de “mierdita”.
-¿A quién le decís mierdita, gil? -Se trataba de un individuo medio gordote, de ojos achinados, visiblemente borracho y al parecer trastornado por el desamor de Déborah.
-Qué, ¿sos pistola, vos?
-No, pero tampoco me dejo faltar al respeto por un moncho mal cagado.
El tipo me respondió algo, pero sólo escuché a Déborah:
-Dejá, Cratilo, que a éste lo arreglo yo -y le puso un puntín en los huevos. Con esos zapatos puntiagudos que suelen usar las mujeres. Cuando debido al impacto se agachó, la grandota lo embocó con un uppercut de perfecta factura, y el gordo salió para atrás y volteó un par de parlantes y una guitarra.
-¡QUÉ HACÉS, GORDO Y LA CONCHA DE TU MADRE! -Gritó uno de los músicos, y se le fue al humo. Un par de individuos que parecían haber ido a secundar al gordo se plantaron y se armó una de piñas que ni les cuento. El boludo de Pepe, que se había dado cuenta de que el bardo se había iniciado con nosotros, vino a ver qué había pasado y por el camino lo embocaron, devolvió el golpe y quedó pegado en la trifulca. Yo me acodé en la barra, y Déborah, solícita en la custodia de su nueva presa de predadora sexual, se paró adelante de mí, poniéndome a cubierto. Y me empezó a refregar el tremendo culo. Era muy excitante. Dos de mis pasiones conjugadas en un mismo espacio-tiempo, presenciar combates y frotar entrepiernas femeninas. La cosa venía cada vez más caliente en los dos ámbitos. Ella ya sentía mi erección, dado que la había acomodado bien al centro de sus delicias naturales y ejercía una buena presión arriba-abajo; hasta que, aprovechando la distracción por la pelea y la complicidad de las luces psicodélicas, giró de un solo golpe la pollera, dejando el tajo de la misma hacia atrás y liberando su propio tajo, corriéndose a un lado la bombacha. Ahí nomás tomó mi miembro, lo restregó unos instantes contra sus vellos vaginales, lo puso de punta al agujero y, echándose con fuerza hacia atrás, lo enterró violentamente entre sus cálidas entrañas. Estaba de la hostia, mirando el bardo desde mi sensual parapeto femenino, bien atornillado a su concha y sin el menor esfuerzo, por cuanto la longitud de sus piernas daba justo como para entrarle a gusto, sin flexión de rodillas ni puntas de pie. Era como manejar un Scania frontal. Vi a Pepe blandiendo una botella de champagne, más que nada para espantar y/o disuadir atacantes; al gordo ex de Déborah ligando todo tipo de puñetazos y puntapiés por parte de los enardecidos músicos, que también repartían a diestra y siniestra a quien osase cruzar su camino. Entonces, entre tanta violencia, y acompasando nuestros disimulados pero enérgicos movimientos, tuvimos un orgasmo espasmódico. Hasta nos dimos el lujo de no reprimir gemidos ni expresiones, camufladas auditivamente por la música. Y todo ello, en mi caso, sin dejar de ver la pelea. Debe haber sido uno de los polvos mejor contextuados de mi vida.
En eso salió desde detrás de la barra un petiso de camisa estampada y desabotonada en el pecho. Lucía fuerte, pero era pequeño. Menos mal. Empezó a repartir bollos, y cada uno que la ligaba era muñeco al piso. En menos de un minuto había servido a varios de los más revoltosos; y los demás, al ver el poderío de los impactos que la diestra del petiso descerrajaba a mansalva (aunque también embocó a varios de zurda), depusieron toda actitud agresiva y se quedaron mansitos. Guardé mi miembro, cuya retracción lo había arrojado ya fuera del jardín de la alegría. Déborah volvió a su lugar la pollera con otro tirón de cintura, se volvió y me besó apasionadamente. Eso ya no me causó tanta gracia. Tampoco me causó gracia el gesto del barman, quien me miró, levantó el labio inferior mientras asentía con la cabeza como diciendo mirá vos el melenudo… parecía ser que al final había un testigo del romance, tan fogoso como repentino.
Al final, y como siempre, cayó la policía. Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte, como bien dijo Martín Fierro. El petiso castigador, por lo visto, era al menos un para policial, ya que marcaba a los revoltosos para su detención. Aunque la mayoría estaban marcados, ya. Marcados, escupiendo sangre -quizá dientes también-, ropas rotas, cabezas rotas y sangrantes, algunos todavía groguis, etc. Cuando se paró frente a nosotros, yo estaba limpio (salvo el bicho, claro, pero estaba bien guardadito). Déborah me abrazaba con aires de protección; el macho parecía ser ella, y salvo ciertas características anatómicas evidentes, bien podía haberlo sido.
-El muchacho no hizo nada -dijo el barman en mi defensa-. Sólo se quedó acá protegiendo a su novia. -Me guiñó un ojo y me sirvió un whisky en las rocas. Lo levanté, a manera de brindis, y me lo clavé de un saque. La situación ameritaba algo de biógrafo, ¿no?
Se lo habían llevado a Pepe, seguramente con un buen par de golpes arriba. Patricia había salido corriendo detrás de él. ¿Quién iba a pagar la cuenta? Yo no tenía un mango partido al medio. Estaba por preguntar a Déborah si tenía dinero encima, o tarjeta de crédito, cuando me ganó de mano:
-¿Viste? El señor de la barra dijo que habías protegido a tu novia.
-Si, te protegí la retaguardia.
-Ay, sos guarro, ¿eh? Podríamos ser novios, ¿no? Ya algunos trámites hicimos, y no estuvieron nada mal, ¿eh, pimpollo?
(¿PIMPOLLO?)
-Mirá, preciosa, ésas son cosas que uno no puede andar tomando a la ligera. Si queremos que la cosa funcione, tenemos que ir despacio, ¿no te parece?
-No, no me parece. Con el imbécil ése que armó el quilombo estuve como tres años yendo despacio y mirá cómo terminó…
En un segundo cavilé que si le hacía afrontar la cuenta generaría más compromisos, así que me callé y me quedé pensando una solución. Se me ocurrió que podía hablar con el barman -que parecía haberse transformado en mi admirador-, pero no me dio.
-Voy al baño -anuncié, porque tenía que mear y de pasada lavarme la cara. Salir del caos de música, luces y fantoches danzantes me ayudaría a pensar con más claridad.
Estaba orinando de pie frente al mingitorio cuando una ráfaga de aire fresco me hizo volver la vista. Una ventana abierta, lo suficientemente grande para dar espacio a mi humanidad. Me asomé, y comprobé que daba a unos cuantos pasos de la calle lateral. Pensé durante unos segundos si era muy indigno huir como rata por tirante. Unos cinco segundos -los suficientes para terminar de sacudir de mi pene las últimas gotas de orín-; a continuación pisé en un lavabo y pasé medio cuerpo por la ventana. Cuando me afirmé para dar el salto final a la libertad, el lavabo cedió y se rompió un caño, dando lugar a un verdadero torrente de agua. Pero yo ya estaba cayendo del otro lado sobre mis pies. Iba a salir caminando, con cierta clase, la que suelo mantener incluso frente a mí mismo. Pero a la luz de los destrozos, y con la grandota esperándome para formalizar, corrí como conejo.

viernes, 23 de diciembre de 2011

LA PREVIA DEL CLÁSICO PLATENSE


Una tardecita iba llegando al bar y vi que la mujer del bolichero estaba baldeando la vereda con acaroína, seguro que a algún pendejo se le había ido la mano con el escabio y le había vomitado cerca de la puerta. Todos esos noveles curdas deberían hacer un curso propedéutico puertas adentro y salir a chupar una vez conseguido el mínimo plafón, para no joder al prójimo. Entré y me alegré de ver a Pepe y a Abdul tomando birra y morfando una picadita.
-Hola, muchachos, ¿qué onda?
-Hola, vieja, acá andamos. Un poco ansioso, viste cómo es la cosa... –me respondió Abdul.
-¿Qué cosa? –Pregunté, mientras le zarpaba el vaso a Pepe y le pegaba un buen trago. Todavía hacía mucho calor.
-Cómo, boludo, ¿no sabés que mañana se juega el clásico?
-¿Qué clásico?
-¿Pero en qué planeta vivís? Gimnasia/Estudiantes, loco.
-Sabés qué pasa, Abdul –aclaró Pepe-, para el kía éste el único clásico es Platón, o alguno por el estilo.
-Como para vos el tetris, pelotudo.
-No te hagás el boludo y devolveme el vaso.
-Tá bien, canuto, ahora me pido otra. Che, Abdul, aflojá, no te vas a poner nervioso por eso.
-Ah, ¿no? ¿Y por qué me voy a poner nervioso, a ver? Aparte no estoy nervioso, estoy ansioso. Ansioso por romperles el culo a esos pinchas sucios. En la cancha y afuera de la cancha.
-¡Gallego, me traés otra birra y un vaso! La verdad, es increíble que te vuelvas tan loco con esa historia.
-Es una pasión, boludo, qué vas a entender vos, si sos más frío que un pescado. ¿Sabés lo que se siente cuando entrás con los trapos cantando y después subís a la tribuna a alentar con los muchachos de la gloriosa 22? Vení, vas a ver lo que se siente, vieja.
-No, querido, ya fui y no me pareció la gran cosa. Pan y circo.
-Entonces fuiste a otro lado, jetón. En todo caso es choripán y fulbo, que es otra cosa. Aparte, ¿adónde vamos a parar, así? Este pelotudo que se pasa el día colgado de la computadora, vos que venís con no sé qué historia de la filosofía y qué se yo que moco de palabrerío para unos cuantos boludos que después salen a la calle y no saben dónde tienen el culo...
¡Andá a cagar! No sé que mierda hago acá hablando con dos pajeros mentales.
Llegó el gallego con la birra y un plato de maníes. Pepe aprovechó y le dijo:
-Che, gaita, ¿no se te ocurrió poner una computadora acá?
-¿Para? –Preguntó sorprendido el Gallego.
-No le des pelota, está mamado –terció Abdul.
-Cómo, para... ¿No viste que la onda ahora es de los cyberbares?
-¿Ciberqué?
-Bares con internet, gil. De pasada te hacés una moneda extra.
-No le des pelota, te dije.
-Mirá, Pepe, acá me parece que la mano viene por las barajas, viste. Este es un bar tradicional, un centro de fomento barrial. A mí dejame de pelotudeces. Si querés bar con aparatitos andate al centro.
-Epa, loco, ¿así se trata a los clientes?
-Tiene razón, gil –lo increpó Abdul. -Si querés maquinitas, andate a 8 y 48, ponete una escafandra, conectate y dejate de hinchar las pelotas.
El Gallego se fue, meneando la cabeza. Pepe masculló algo acerca de los reaccionarios de siempre que ponen palos en la rueda del progreso, y sirvió la cerveza. Abdul miró el escaso contenido que quedó en la botella luego de llenar los tres chops sin espuma y pidió otra más. Como venía la mano el Gallego iba a dejar un surco.
-Que berretín, tenés, con la informática –comenté a Pepe.
-Y, ya vez, cada uno con lo suyo. Éste, con el fútbol, vos con la filosofía y yo con una nueva herramienta que aleja los horizontes de las posibilidades de conocimiento humano.
-¿A qué te referís?
-¿Cómo, a qué me refiero?
-Claro, boludo; ¿qué entendés por “conocimiento humano”? ¿Una simple sarta de información inmediata y aleatoria o la vieja cuestión gnoseológica?
-Si se van a poner a hablar pelotudeces, me voy a la mierda –dijo Abdul.
-Conocimiento, Cratilo, conocimiento. Me parece que hay una única interpretación para esa palabra.
-Entonces no podemos seguir hablando.
-Claro, me había olvidado que según tu criterio no se puede hablar de nada. Te gusta hacerte el difícil.
-El difícil, y una mierda –respondí, algo airado. -Si hay algo que me molesta terriblemente es que me digan que me hago el difícil.
-Por algo será.
-Si, porque a la mayoría le gusta simplificar todo y refugiarse en una isla de insensateces tan ficticia como intrascendente.
-Eso, vieja -intervino Abdul-, a mí me gusta simplificar todo, y si no se dejan de hablar boludeces les voy a simplificar la dentadura, la reputa que los parió.
Dejamos de discutir, ya que las amenazas de Abdul solían efectivizarse en forma contundente y sin dejar resquicio a segundas interpretaciones.
En eso entraron cuatro tipos que no solían frecuentar el lugar y se sentaron en la mesa que da a la ventana de la 41. Uno de ellos llevaba puesta una camiseta de Estudiantes. Abdul puso cara de oler mierda y lo miró con expresión de rottweiler enfurecido.
No hacía falta ser Nostradamus para vaticinar lo que vendría. Pepe entonces comenzó a hablar nerviosamente acerca de las ventajas que venían aparejadas con la creación del espacio informático, aunque la intención velada era distraer la atención de Abdul. Yo comencé a hablar de la relación directa con los objetos y me puse a especular acerca de lo que hubiera dicho Berkley en caso de haber conocido el concepto de realidad virtual, aunque la intencionalidad de mis comentarios tenían idéntica función subrepticia que los de Pepe. Mas el rottweiler había focalizado su presa, y no escuchaba nada de lo que estábamos diciendo.
-Abdul, dejate de joder –le dije-, no le des bola.
-Mirá, vieja, que venga y se siente acá en nuestro bar con esa camiseta mugrosa vaya y pase, pero donde se ponga a hablar giladas te juro que voy y le rompo todos los huesos –me respondió en un tono lo suficientemente alto como para que lo escucharan todos los presentes. Un par de curdas y el Gallego pararon la oreja y miraron algo preocupados. Los de la mesa del pincha se sonrieron como al tanto de algo que solamente ellos sabían. El pincha llamó al Gallego y le dijo algo en voz baja. El Gallego volvió al estaño, destapó dos cervezas y las trajo a la mesa nuestra.
-¿Quién te pidió algo? –Le preguntó Abdul, al tanto de la maniobra.
-Invita el señor de aquella mesa –aclaró el Gallego, intentando imbuir de un ánimo componedor a sus palabras.
-Señor de la concha de su madre. Llevate eso de acá o rompo todo.
-Eh, pará, dejate de joder –traté de calmarlo, mientras manoteaba una de las birras y me servía. Fui a escanciar en su vaso y él lo sacó de modo tal que tiré un poco sobre la mesa.
-Salí, puto, ni que fuera la última birra del mundo. ¡Che, pincha del orto, metete la birra en el culo! ¿Me oís, homosexual?
El pincha se dio vuelta y preguntó:
-¿A mí, me decís?
-A vos, puto, metete la birra en el orto.
El pincha levantó su chopp a manera de brindis y continuó conversando con sus amigotes. Nosotros nos quedamos mirando a Abdul que no les quitaba la vista de encima. Para colmo el pincha, si bien en principio se había morfado la puteada como un duque, empezó a hablar en voz alta también y a decir cosas como que los triperos eran unos muertos, que nunca habían ganado nada y que nunca iban a ganar.
Abdul comenzó a mover la pierna descontroladamente, en una descarga a tierra previa a otro tipo de descarga –de golpes-, síntoma que yo ya conocía desde hacía mucho. Era como una manera de cargar el compresor que después arrojaría un infierno de destrucción. Como la atmósfera que se va cargando antes de descerrajar el rayo. Para colmo el pincha seguía con su perorata, ajeno a la hecatombe que se estaba echando encima. De repente Abdul se incorporó, abrió sus brazos al cielo y exclamó:
-¡GRACIAS, BARBA, POR HABERME MANDADO ESTE PEREJIL DE APERITIVO POR LOS PINCHAS QUE ME VOY A COGER MAÑANA!
Y se dirigió a paso resuelto a la otra mesa. El pincha lo vio venir y se paró como para pelear, pero Abdul dio dos o tres pasitos de corrección como los tenistas y lo embocó de manera que el loco salió a través de los vidrios y cayó en la vereda, como en las películas. Sólo que éste se debe haber hecho mierda en serio. Uno de los otros lo agarró de la remera nada más para que Abdul lo cogotee y lo lleve como chicharra de un ala a lo largo del salón. Antes de llegar a la pared se llevaron puesta una mesa de mus y botellas, cartas y porotos rodaron por el salón, más un viejo que quedó en el camino y se fue con silla y todo al piso. Mientras Abdul cacheteaba a su presa y le anunciaba la paliza que le iba a dar, otro de los tíos salió con intenciones de agarrarlo de atrás. Yo salté como un resorte y lo agarré del hombro, lo di vuelta y lo serví. Entonces escuché un estallido de vidrios; y de pronto, todo estaba detenido.
Me encontré de pronto en un universo congelado.
La inmensa mano derecha de Abdul estaba levantada y a punto de ser estrellada contra la cara del demudado contrincante, que había paralizado una mueca de espanto ante el descalabro inminente. Me salí de mi cuerpo como de un capullo pegajoso y pude asistir atónito a la imagen de mi asesinato, es decir, vi perfectamente el impacto de una botella de Quilmes en mi occipital, y al cuarto pincha que me la había surtido de atrás. Era impresionante de observar los fragmentos de vidrio flotando en el aire, la cara de Pepe –alucinado para siempre unos pasos detrás de mi agresor-, la expresión de fastidio e ira del Gallego -por razones obvias-, el vejete que había rodado a causa de la enjundia de Abdul tratando de reincorporarse desesperado, etc. etc.. De los muebles y esas cosas no hago mención porque generalmente no se mueven, si no son movidos; entonces no llamaba la atención que se quedaran quietos. ¿O debería?
Examiné mi rostro. Tenía los pelos un poco volados, por el impacto. Los ojos parecían a punto de salir despedidos de sus órbitas, y mi boca se había contraído en un rictus que la hacía verse como de pez. Me pareció macabro quedarme observando la escena de mi muerte, así que salí a la calle para tratar de ver de qué se trataba todo aquel asunto.
Afuera, la misma historia. Autos en mitad de la calle con conductores como maniquíes, un perro orinando contra un árbol una hipérbole amarillenta para toda la eternidad, el humo del escape de un ómnibus de la 561 como sombreando una pintura citadina, gente caminando en posiciones en las que jamás podrían haberse quedado estables si no hubiese sido por el stop existencial. ¿Eso era la muerte? ¿Una especie de yo, idéntico al anterior pero convertido en un fantasma móvil en medio de un universo inmutable? ¿O simplemente me había desmayado y tanto boludear con Parménides estaba soñando insensateces hindoeuropeas? En todo caso, me producía un gran fastidio la situación, ya que parecía que después de la vida terrena había todavía menos certezas, y para colmo se me daba como que el mundo era incluso mucho más aburrido e igualmente inalcanzable, cual si una especie de toque de Midas nefasto desde el mero principio me hubiera sido dado a través del botellazo. Pensé entonces en tratar de buscar el lado positivo de aquel asunto, mas aún devanándome los maltrechos sesos, me fue imposible. Condenado a una eternidad de movimiento vacuo entre la omnipresente quietud, hice lo que hago siempre que me pongo nervioso: caminar. Y fue de ese modo que descubrí algo, que no sé si es muy importante pero, ya que estamos, se los comento. Iba por la diagonal 73 bajando hacia Plaza Moreno cuando me percaté que en esa dirección algo me hacía más pesada la marcha de modo ostensible. Caminé entonces en dirección contraria, y la cosa se tornaba mucho más llevadera, a pesar que iba en subida. Era de lo más loco, me hizo pensar en la eventual verosimilitud de la teoría que se refiere a los llamados centros magnéticos. Mas enseguida me avivé: era el viento. Ya sé, ustedes dirán que el viento es aire en movimiento, y toda esa historia de la presión atmosférica y los ciclones y anticiclones. Pero yo sé que no es así. El viento es un vector de fuerza que responde a entes que están más allá de los fenómenos perceptibles para el ser humano vivo y en vigilia. En todo caso estos vectores son los que después mueven el aire, o crean presiones diferentes aquí o allá, o lo que quieran. El aire estaba quieto, el vector trascendental seguía operando. Tal vez el alma sea una cosa así, un vector que no obstante la detención de los epifenómenos ilusorios sigue operando en un nivel distinto, pero anclados irremediablemente sus sentidos en la única realidad operativa perceptualmente hablando y que ha devenido inmóvil. Dinámica fantasmal y aleatoria encerrada en un continente rígido ad infinitum.
Entonces oí nuevamente el estallido vítreo que me había arrojado a aquel paréntesis en lo mudable y todo fundió a negro, un negro tan total y absoluto como jamás puede la imaginación figurarse. A poco estaba volviendo al mundo congelado cuando el botellazo sonó otra vez, atravesé otra zona de máxima oscuridad y de pronto me encontré mirando el techo de un hospital. Resulta que había estado dos días en coma, y superé un par de crisis en las que habían tenido que darme con el desfibrilador. Tuve un coágulo que afortunadamente se reabsorbió, y tal parecía que la cosa no iba a pasar a mayores.
Minutos después que recobré el conocimiento apareció mi vieja. Hacía fácil seis meses que no la veía. Para no perder la costumbre, sin abandonar ni por un momento ese tono de ternura que en realidad es el mero camouflage de ingentes psicopatadas, comenzó a lloriquear y a preguntarme cuándo iba a dejar la vida miserable que llevaba.
-Mamá, dejame de joder, me duele la cabeza -fue toda mi respuesta. Ella lloriqueó un rato más y después se fue. Hasta dentro de seis meses.
Al otro día cayó Pepe.
-¡Mirá, boludo...! –Me dijo.- Parecés el dibujo ése que le hizo Picasso a Apollinaire cuando le estalló un obús cerca del balero.
-Sí, vos reíte, la puta que te parió. Bien que te quedaste en el molde como el cagón que sos. Tengo la imagen tuya grabada: mientras me la daban de atrás vos estabas a diez metros y sin ninguna intención de ayudarme.
-¿Y cómo voy a pensar que el mierda ése te iba a dar un botellazo?
-¿Y para qué iba a venir de atrás con la botella? ¿A convidarme? Andá, cagón, buscate otra excusa. Pero igual dejá, ya sé con los bueyes que aro.
-No, en serio, chabón, no me dieron tiempo.
-Tá bien, dejalo ahí. ¿Y cómo terminó, la historia?
-¡Y cómo va a terminar! Abdul vio cuando te bajaba el otro y casi los masacra a los tres que quedaban en pie. Todavía está en cana. Te manda saludos. Vos podés creer que el hijo de puta dice que por culpa de los tipos ésos se perdió el clásico, y que cuando salga los va a buscar y los va a matar en serio...
-Sí, puedo creer. Yo que esos tipos me voy del país.
-Estuviste jodido, me dijeron.
-Sí, estuve jodido, pero espiritualmente. Lo otro fue un viaje de ésos que los yanquis después escriben libros y se los venden a los bobos, con títulos tales como “Hay vida después de la muerte”, y ese chamuyo.
-¿Y qué viste? Contame, dale.
-No, papá. Si querés te doy un botellazo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

A SANGRE CALIENTE

 
Olga Levchenko

Dolores estaba sentada frente a la ventana del living de su casa paterna, mirando con melancolía la extensa plantación de girasoles surcada por el camino de tierra que llevaba a la ruta, medio kilómetro adelante. Melancólica, por cuanto la rigidez de la formación que sus padres le habían impuesto le impedía interactuar con jóvenes de su edad, y ya iba por los diecinueve. La de por sí férrea restricción moral se había agravado cuando, dos años atrás, había quedado embarazada. Tal vez haya sido espontáneo, pero ella se inclinaba a pensar que el aborto había sido resultado de la feroz golpiza que le propinó su padre. Y ello ante la mirada de aprobación e injurias de parte de su madre. Así que todas las tardes, cuando ellos y su hermano menor iban al pueblo de compras, o simplemente a tomar un refrigerio con los vecinos, ella quedaba en casa. No era cuestión de llevar y exhibirse con la manzana podrida. Y su hermano, con máxima crueldad y haciendo gala de su presunta superioridad moral, vivía burlándose de ella y llamándola puta en todas las formas verbales que puede adoptar el epíteto. Lo odiaba a él, también. Su vida era melancolía y odio. Sólo gozaba de esa soledad que cada tarde, de 17 a 20 más o menos, le permitía sentarse a ver el ocaso en soledad y masturbarse, según los dictados de su sangre joven y reprimida. Comenzaba a acariciarse suavemente, mientras pensaba en un apuesto joven quien, cual príncipe azul, vendría a rescatarla de su familia. Imprimía más energía a sus caricias figurándose toda clase de posiciones amatorias con aquel justiciero, quien luego procedía a matar brutalmente a su maldita familia; ello en sincronía con los solitarios, explosivos y largos orgasmos que la ilusoria masacre le provocaban.

Cosme viajaba hacia el sur, con lo puesto, viviendo de la caridad, y también de pequeñas changas (sólo las que su condición de prófugo de la justicia le permitían desarrollar sin levantar sospechas). Se había apeado del tren en aquel pueblo, que parecía tranquilo y amigable, acuciado por el hambre. Pero la presencia de numerosos agentes de policía rurales, insólita dada la poca entidad del casco urbano, lo disuadió; así que caminó solapadamente hasta la ruta con la intención de conseguir algo en zonas más despobladas. Llegó hasta donde cruzaba una calle de tierra. A lo lejos, detrás de la plantación de girasoles podía verse una vieja pero señorial casa de dos plantas. Decidió probar suerte.
Dolores, que había comenzado a acariciarse según el cotidiano ritual, lo vio venir. Era alto, de cabellos rojizos y aparentemente muy apuesto, circunstancia que iba corroborando a medida que se acercaba.
-Buenas tardes -saludó Cosme, cuando le abrió la puerta. -¿Tendrá usted algún trabajito, que pueda yo hacer, a cambio de comida o unos pocos pesos?
-Algo debo tener. Espere un momento, ¿quiere? -Fue hacia adentro y volvió con un sándwich de pavo y una pequeña botella de vino tinto. Le indicó sentarse a una mesita en el porche, sirvió vianda y bebida y se sentó a su lado.
-Coma, primero. Después hablamos del trabajo.
-Por mí, está bien. ¿Vive sola?
-¿Por qué lo pregunta? -Inquirió a su vez, por cuanto no había perdido de vista la eventual peligrosidad del visitante.
-Porque una mujer tan hermosa como usted no debería brindarse tan confiadamente a un desconocido, en un paraje desolado como éste, si me permite la observación.
-Oh, gracias por lo de hermosa, pero por más que lo fuere, no ando desvalida por la vida -respondió, en tanto extraía desde detrás de su vestido un .38 largo pavonado con cachas de madera y lo sopesaba en su mano derecha. -Éste es del bastardo de mi padre.
-Ah, así es otra cosa. Me parece muy prudente, sí -y pegó un ávido mordisco al sándwich. -¿Y por qué llama bastardo a su padre?
-Porque es un cerdo. Y mi madre es una puta barata que se hace la santurrona. Y mi hermano menor es una porquería de persona, digna de los padres que tiene.
-Bueno, dicho así, me hace recordar a mi propia familia.
-Entonces, puede que llegue a entenderme.
-Eso puede tenerlo por cierto. ¿Adónde están, ahora?
-En el pueblo. Vuelven en un par de horas, más o menos.
-Ahá -volvió a morder el refrigerio, acompañando la masticación con un buen trago de vino.
-Tendría un trabajo para usted. Pero es un trabajo difícil, y eventualmente muy peligroso.
-Ésos son los que más me gustan, sobre todo porque suelen ser muy bien remunerados.
-Por eso no se preocupe -aseveró Dolores, mientras sin soltar el .38 exhibía un voluminoso fajo de billetes grandes.
-¿A quién hay que matar? -Inquirió Cosme, medio jocosamente.
-A mi familia -respondió ella, con absoluta seriedad.
-Estás hablando en broma, ¿verdad?
-No. Estoy hablando muy en serio. Tenía pensado acabar con todos y huir, y supuse que con usted sería mucho más fácil.
-Acabo de tutearte, por cuanto parece que en pocos minutos hemos entablado una relación bastante profunda. Podés hacer lo mismo.
-¿Cómo es tu nombre?
-Cosme.
-Bueno, Cosme, yo soy Dolores. Y te aclaro que nuestra relación aún no es nada profunda. Simplemente te ofrecí que seamos cómplices. Mi intuición femenina rara vez me engaña, y si te propuse lo que te propuse es debido a que intuyo que no tienes demasiado que perder. ¿Me equivoco?
Cosme, que había terminado su sándwich, tomó despaciosamente varios tragos de vino, encendió un cigarrillo y al cabo soltó su sopesada respuesta.
-No, no te equivocás.
-Venís huyendo de la ley…
-¿Acaso sos adivina, o algo así?
-No, solamente soy una mujer a quien la imposibilidad de disfrutar de su juventud, y la desesperación consiguiente, le han permitido desarrollar otra clase de percepciones. Sublimación, que le dicen.
-Bueno. Así que yo me llevaría el dinero y tendría que arrastrarte en mi supuesta huída. En caso de que fuera cierto que estuviera huyendo, cargar con vos haría las cosas mucho más difíciles para mí, ¿no te parece?
-Seguro. Mucho más difíciles, pero también mucho más placenteras. Sé como tratar a un hombre, te lo aseguro.
-Bueno, dicho así, tal vez decida correr el riesgo. Dejámelo pensar.
-Otra cosa, que quizá pueda parecerte trivial, es el modo en el que quiero que los mates.
-¿Y por qué no los matás vos?
-Primero, porque no sabría cómo huir, ni siquiera sabría como destruir las pruebas. Vos sabés, los policías de por acá no son muy idóneos, pero no quiero correr riesgos. Y segundo, y fundamental, no podría consumar la venganza en los términos en los que la he venido imaginando desde hace mucho tiempo.
-¿Y cómo sería eso?
-Que los mates mientras tenés sexo conmigo frente a su vista.
-¡¿Cómo?!
-Ya tendremos tiempo para hablar de las castraciones y humillaciones que me hicieron padecer. Yo, en lo inmediato, me preocuparía por desarrollar el plan. Eso, si es que aceptas. Si no, podés marcharte por donde viniste.

2
Dolores se masturbaba suavemente, sentidamente, ante los desorbitados ojos de Cosme, quien a la sazón y como podrán imaginarse, hacía mucho tiempo que no estaba con mujer alguna. Y la belleza de las formas de esa muchacha, y sus gestos leves de placer producto de las caricias que ella misma se propinaba, lo llevaban una y otra vez al borde de la eyaculación. Así es que recibió con beneplácito en sus oídos el motor de la camioneta que se detenía frente a la casa. Escuchó algunos diálogos y se ocultó detrás de un biombo con motivos orientales.
-¡¿Qué estás haciendo, puta de mierda?! -Preguntó a voz en cuello quien era seguramente el hermano menor. -¡Papá, mamá, vengan a ver lo que está haciendo la puta ésta! -Los padres no tardaron ni dos segundos en ingresar a la sala, sumándose a los insultos e imprecaciones. Cosme se asomó, y pudo ver la lascivia y la satisfacción con que la desnuda ninfa les dedicaba una soberana paja. Y también vio al padre acercarse a ella en actitud de ataque.
-Yo que usted no haría nada de eso -le dijo, al tiempo que salía de su escondite y lo apuntaba con su propio revólver. -Dolores, por favor, ayudame a amarrarlos a las sillas.
Mientras ataba a su padre, tal lo previsto, éste comenzó a amenazarla y a insultarla de nuevo. Ella lo escupió en la cara, y terminó con su cometido. Su madre y su hermano, congelados por el miedo, no opusieron resistencia ni dijeron una sola palabra.
-Ahora amordazalos, mientras me desvisto -Dolores obedeció, rápidamente, con la urgencia propia del frenesí ardiente de su sangre. Luego se puso sobre sus rodillas en el sillón, ofreciendo platea preferencial a su odiada familia; y Cosme, ávido como quizá nunca antes, ante ese templo del deseo que encarnaba el adorable cuerpo desnudo y entregado de ella, la penetró con fuerza. Los gemidos y expresiones de placer lo volvían loco de pasión, y cuando sintió que ella iba alcanzando el primer clímax, disparó a la cabeza del hermano. Un tremendo amasijo de sangre y sesos salpicó la pared detrás del joven. Dolores entonces, entre gritos de gozo, y apretando fuertemente su pelvis contra la férrea erección, entregó su primer y desbordante orgasmo. Y el macabro coro de ¡Mmmmhhhh! ¡Mmmmhhhh! de sus padres desesperados fue música celestial para sus oídos. Tanto que a continuación, y casi sin mediar tiempo alguno, anunció:
-¡Otra vez! ¡Oh, dios, otra vez me vengo! ¡Aaaahh! ¡Aaarghhhh! -Y apenas dio tiempo a Cosme, excitado más allá de toda proporción, a dispararle a su aterrada madre.
El padre, casi perdiendo el sentido, ya ni siquiera gemía. Tenía los ojos en blanco, inyectados en sangre.
-Si querés echártelo adelante del vejete, apurate, que me parece que se va a infartar -señaló Cosme, y eso encabritó a su partenaire, quien no tardó en volver por sus furores uterinos, cada vez más entregada a ese puro deleite que la vida le devolvía a modo de revancha. Justo antes del tercer e increíble polvo, Cosme gatilló por última vez. El padre pareció despedirse de la vida saludando con la cabeza.
Dolores tomó la mano justiciera de su salvador, del cual -y a partir del sexo tan espectacular como dramático- acababa de enamorarse perdidamente. Tuvo una descarga más, y tomó la mano que sostenía el .38 para llevarse el caño a la boca, de puro reconocimiento fálico a la herramienta que la había liberado.
-Esperá un poquito, el fierro aún está caliente -dijo él.
-¿Cuál?
-Los dos.
-Qué bueno. ¡Más, así, por favor, así! -Y se llevó el caño a la boca y comenzó a lamerlo con una sensualidad que estremeció a Cosme. Era una hermosa mujer, y caliente. Correría el riesgo que implicaba llevarla consigo. A su modo, el de tipo duro, él también había comenzado a sentir algo que según sus códigos se parecía mucho al amor. -¡Ashí, ashí! ¡Mmmmmhhh, ashí! -Continuaba ella, con el cañón en la boca, lamiéndolo febrilmente y dejando entrar y salir suavemente el afiebrado miembro en su vagina. Y tuvo un orgasmo violento, que lo arrastró a él a soltar un flujo de semen que parecía no iba a terminar nunca. Pero sus crispados nervios enviaron una equívoca señal al cerebro, contrajo sus músculos e, involuntariamente, el arma se disparó. Dolores aflojó los brazos y su cabeza cayó hacia adelante. Cosme, no obstante la sorpresa, aprovechó el culo apuntando hacia arriba para descargar los últimos restos de su semen.
Se vistió, atolondrado por la enormidad de lo sucedido, tomó una botella de whisky y se la empinó tres largas veces. Recobró algo de aplomo. Salió al porche para ver si los estampidos habían alertado a alguien. Sólo quietud en la noche, y algunos ladridos demasiado lejanos como para preocuparse. Fue hasta el cobertizo, tomó una manguera y un balde y ordeñó bastante nafta de la camioneta. Limpió de huellas el tapón del tanque de nafta y se dirigió de nuevo al interior de la casa. El cuadro era bastante acojonante. Miró el culo, aún erguido, de Dolores y pensó qué lástima, era en verdad un buen culo. A continuación esparció estratégicamente el combustible, tomó el fajo de billetes, la botella y pegó fuego a la casa.
Luego caminó a través de la plantación de girasoles. Cuando oyó las sirenas ya llevaba varios kilómetros de distancia. Seguiría caminando a campo traviesa hasta que tomar un tren fuera más seguro. Y siguió caminando. Huyendo. Hacia el sur.

lunes, 12 de diciembre de 2011

UN 9/11 MUY CALIENTE (Wall Street is fallin’ down)

Paolo Eleuteri Serpieri
Estaba soñando con un jeque árabe que me mostraba el tejido del universo, una especie de red elástica, orgánica y de un color verde pálido parecido al de los mocos de un resfriado, cuando sonó el teléfono. Me levanté a atender. Era mi madre.
-¡Cratilo, ¿viste lo que pasó?!
-No, Martha, me acabás de despertar.
-¡Una avioneta chocó contra una de las Twin Towers!
-¿En serio? ¿Fue un accidente?
-No sé, parece que sí.
-Bueno, gracias. Ahora enciendo la TV.
-¿Cómo estás, hijito? Te escucho la voz muy tomada.
-Ando bien, pasa que me acabás de despertar.
Ando bien. Claro que era una gran mentira, tendiente a evitar que viniera a casa. Durante la noche había tenido mucha fiebre, había dejado la cama empapada. Y no se me había pasado, a lo que habría que agregarle una daga clavada en mi garganta y mucha desagradable mucosidad. Viene de mocos, qué va’cer… encendí la tele, me preparé un té caliente con un buen chorro de whisky y me disponía a tomarlo cuando vi en la pantalla un gran avión de línea estrellándose contra la otra torre, y me dije esto no es un accidente, no señor.
Psicodrama global con fiebre. Tal vez no hubiese sido mal plan, pero me sentía para la mierda. Y esto lo digo sin referirme A OTRA COSA que al punto de vista del espectador mediatizado, al menos por ahora. Es que esta cultura funciona así; primero le damos un puñal a un loco peligroso a través de los barrotes, luego entramos en la jaula y nos quejamos porque nos apuñala. Joder. Fuck. Porra. Carajo, e ignotos etcéteras.
Era todo muy desquiciante. El té me hacía sudar como testigo falso, mientras veía una y otra vez las imágenes del World Trade Center trepidando ante insospechados proyectiles. Comí un pedazo de queso rancio y me serví el whisky, ahora puro. Había mucho germen y bacteria que matar. Recordé entonces que poco antes había escrito una poesía que mencionaba a las Twin Towers. Twin Towers no son Karnak, decía el verso. Andá a saber qué mierda quise significar. Me arrojé sobre el colchón atado que hacía las veces de puff, me tapé un poco con una manta; me dediqué a ver el frenesí criminal y a beber el whisky despaciosamente. Por desgracia, el estado calamitoso me impedía fumar.
Oí unos pasos rápidos subiendo la escalera. Tocaron a la puerta.
-Está abierto -dije, siempre tan aprensivo. Era Patricia, una vecina de abajo, que dos por tres venía a tomar unos mates y hablaba pelotudez tras pelotudez. La toleraba solamente porque era un bruto espécimen de hembra natural, bastante potable según exigentes cánones; que ciertamente, no eran los míos.
-¿Viste lo que pasó?
-Estaba viendo, sí.
-¿Estás bien?
-Recuerdo días mejores.
-Estás hecho mierda, boludo, ¿qué tenés?
-Una gripe machaza, creo.
-¿Llamaste al médico?
-No, solamente lo llamaré cuando necesite un certificado de defunción.
-Ves que sos un idiota… ¿Tenés antibióticos?
-No.
-Te voy a comprar, pero sabés que si tomás antibióticos, no podés tomar alcohol…
-Paso, entonces. Unas aspirinas y a la porra.
-Pobrecito -dijo con ternura maternal, se sentó al lado y empezó a acariciar mis transpirados cabellos.
-Viste, qué hijos de puta, loco, los chabones ésos.
-¿Cuáles?
-Los que hicieron esta masacre, boludo, quiénes van a ser…
-Mirá, todo crimen me resulta nefasto, pero lo bueno de esta película es que no sabés de antemano quién es el malo.
-¡¿Pero como podés justificar…?!
-¡Te dije que no estoy justificando nada!
-Está bien, no te agités, mirá como estás… estás empapado. Destapate un poco, te vas a deshidratar.
-Me dan chuchos de frío.
-Dale, destapate un poco que te hago unas friegas.
-¿Unas friegas?
-Dale, dale, a ver… -me sacó la manta y me desprendió la camisa. -Mirá cómo estás, hecho aguas. -Y se puso a fregarme con ambas manos.
-No, esperá, esperá, estoy que apesto. Dejame ir a bañar, primero, aunque sea.
-¿Pero qué te creés que vamos a hacer? Dale, te dije que no te agites. ¿Vas sintiendo el calor?
-Ni te cuento.
-No te hagas el boludo, eh. ¿Acaso no sabías que soy instructora de Reiki?
-Seguí otro ratito que me hago budista.
-Sí, tenés los ojos que parecen los de un japonés con fiebre mirando al sol. ¿Sentís o no sentís el calor?
-Seeeeé, mami, cómo no. Sobre todo éste, -respondí, mientras le mostraba el creciente bulto en mis pantalones.
-¡Salí, degenerado! -Exclamó, mientras me daba un coscorrón. -Portate bien que no te curo más, eh.
-No, dale, curame, curame.
Pero tanta friega, mas la desfachatez de mostrarle que, aún maltrecho de fiebres y azotes gripales, era capaz de reaccionar, la llevó a describir círculos de friega cada vez más amplios, y yo, caliente por naturaleza y encima más caliente por fuerza de las infecciones, respondía gimiendo e intentando leves torsiones lumbares para manifestarme estimulado. Podía sentir cómo los impulsos de la libido crecían en su interior, y como su respiración se hacía cada vez más pesada. Cuando me pareció, a tenor de la calentura evidentemente contagiosa, que el cervatillo había tomado bastante fuego, saqué mi enrojecida y febril herramienta y se la mostré, flagrante erección en un tan lamentable marco físico, al tiempo que le preguntaba:
-Mirá, ¿te la vas a perder?
-Entre, nosotros, ni loca. Pero no le cuentes a nadie -y se apresuró a agarrarla y metérsela en la boca.
-Vos tampoco -dije, y la tomé de los rulos. Por primera vez desde la noche anterior, me sentía bien, o tal vez me olvidé de lo mal que me sentía. Le avisé que si seguía no respondía por mis actos y juro que nunca vi a nadie desnudarse tan rápidamente. A continuación se arrojó sobre el colchón boca arriba, exhibiendo sus tesoros vaginales, para ser penetrada en la forma más tradicional, piba de barrio al fin.
-Estás loca, acá el enfermo soy yo, así que vení y movete.
Vino. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Y se movió. Ysemoviósemoviósemovio SEMOVIÓYSEMOVIÓ Y AHHHHHH.
-Después me decís que no me agite -le reproché, mientras intentaba controlar el ritmo respiratorio, entre toses incluso.
-No seas caradura; vos, empezaste.
En la tele hablaban de otro avión aparentemente derribado en Pennsylvania, creo.


The night they drove old Dixie down
And the people were singing
La la laralaralá, lá la lá la lá.
Venía cantando Renato, a viva voz, por la escalera.
-¡Ups! Perdón, no sabía que estabas acompañado -dijo, luego de entrar estilo Kramer, el amigo de Seinfeld.
-Pasá nomás -le dije irónicamente.
-Estaba acompañándolo -Patricia se apresuró a explicar lo que nadie le había pedido, mientras terminaba de ponerse en condiciones (?). -Está enfermo.
-¿Vos sabés que yo también? -le espetó, con picaresca lascivia bien reforzada gestualmente.
-Siempre el mismo idiota -se fastidió ella, y dirigió sus portentosas ancas a la cocina (antes de tildarme de machista, deberían atender a la emoción estética, mis queridas bestias -en el mejor sentido de la palabra-.)
-Loco, ¿cuántas veces te dije que golpees, antes de entrar.
-Está bien, my fault. ¿Así que estás enfermo?
-No, loco, my fault una mierda. Entendela. No es tan difícil.
-Bueno, ya está, man, ya te entendí. ¿Viste qué kilombo, los yanquis éstos?
-Sí, una locura.
-¿Una locura? ¿Eso es todo lo que tenés para decir?
-Sí, ¿qué soy, yo, analista de política internacional? Aparte tengo fiebre.
-Dejate de joder, Renato -terció Patricia, que estaba preparando el mate.-Está mal en serio, el loco. No lo hagás hablar mucho, y menos lo pongas nervioso.
-Ah, cierto que vos lo cuidás. OK, chicos, sigan sin mi -dijo, retirándose hacia la puerta, y volviéndose, agregó: -Y Patricia, cuando me sienta mal te aviso -y le guiñó un ojo. El mate de lata voló y golpeó la puerta -que casi terminaba de cerrarse-, dejando una estela verde de yerba que se desparramó por todos lados. Menos mal que estaba todo hecho una mugre, igual.
-Será pelotudo, el guacho ése -me dijo, como excusándose por su actitud intempestiva.
-Es, pelotudo. No te hagás problema.
-¿Comiste algo?
-Sí.
-¿Qué comiste?
-Un pedacito de queso, que tenía en la heladera.
-Un pedacito de queso, que tenía en la heladera -me remedó, con tono gutural y aires oligofrénicos. -Eso no es comer, y menos en tu estado. Voy hasta casa a traerte una comida adecuada a tu estado.
Patricia era una buena mina, estaba refuerte y encima sabía aprovechar los estados de necesidad de su objetivo; o sea, su seguro servidor, que a estas alturas estaba colmado de regocijo y agradecimiento.
Acababa de caer la primera Torre.

2
Luego de tomar una consistente sopa y engullir bastantes verduras y pollo hervido, todo ello con un mistela -que no es mi locura pero que según ella era muy apropiado para los estados gripales-, comencé a transpirar a lo bestia.
-Transpirá, que te hace bien -dijo Patricia, mientras me acariciaba los pegoteados cabellos.
-Como si pudiera evitarlo… mejor me voy a dar una ducha.
-Dale. Yo mientras voy llevando la TV a la habitación, así te acostás bien cómodo y yo te atiendo.
-Ésa es la parte que más me gusta.
-No te pongas como el imbécil de tu amigo, eh.
Mientras me desvestía para entrar en la ducha caliente, oí que Patricia hablaba con alguien.
-¿Quién era? -Pregunté.
-Un tal Pedro nosecuántos. Quería que leyeras unos poemas que escribió. Le dije que estabas enfermo, y que por unos días no estabas en capacidad de leer nada. ¿Hice mal?
-No. Hiciste perfecto.
A continuación, excitada, me gritó que estaba cayendo la segunda Torre. Bueno, hay gente más jodida que yo, pensé, y eso que trabajan en Wall Street.
-Tomá, te dejo un par de toallas limpias.
-No sé qué haría sin vos.
Mi segunda torre de autoconservación de soltería tambaleaba.

3
Cuando entré al cuarto, encontré a mi vecina tirada en la cama mirando TV, bocabajo, en paños menores -por decir, ya que eran casi inexistentes-. El panorama era desquiciante. Cualquiera podía pensar que la suya era una actitud inocente, propia y natural entre dos personas adultas que acaban de intimar. Pero no creo en la inocencia más allá de los 14 años o algo así, según el caso. Aparte, semejante culo jamás podría apelar a la inocencia como salvaguarda, créanme. Así que dejé de secarme la cabeza y hundí el morro en el valle del pecado, enmarcado por unos portentosos y firmes glúteos. Intentó (o fingió intentar) detenerme, argumentando a partir de mi salud endeble.
-¡Pará, loco, que estás enfermo!
-Enfermo estaría si me pierdo esta delicia -respondí, mientras seguía con mi nariz fuertemente apoyada en su orto y sacudiendo con la lengua el delicioso clítoris. No tardó en elevar las caderas, entre quejidos de placer, para presentar mejor blanco. Y eso redundó en un ruidoso orgasmo, el que -a tenor de los enviones adelante/atrás que daba con su rebosante coño- eliminó todo rastro de piedad por mí, por mi enfermedad, y por la integridad física de mi rostro y lengua (la que de quedar mal posicionada en uno de esos potentes embates vaginales, podría haber resultado seccionada por mis propios dientes). Entonces, ya asomando entre los extremos de la toalla atada a mi cintura, vi al amigo asomarse pidiendo pista. Y se la mandé hasta el fondo, receptiva como estaba, tanto que parecía hundir un cuchillo caliente en telgopor. Entonces los embates y los choques arreciaron, y los gritos y gemidos deben haberse oído en todo el barrio. Un polvo de la puta madre, bien caliente y con el bonus track de unos grados ganados a pura fiebre infecciosa. Tras lo cual me desmoroné. Patricia me tapó, y volvió a acariciarme. Otra vez estaba sudando copiosamente.
-Así no te vas a curar más.
-Si no me curo así, es porque se trata de un cuadro terminal. Creéme que es la mejor medicina que recibí en mi vida.
En la tele todo era desconcierto, incertidumbre, reiteración obsesiva de imágenes de edificios cayendo, sirenas, prematuros héroes, especulaciones políticas, rasgada de vestiduras, bravatas yanquis que escondían espurias y genocidas segundas intenciones -como vimos después-, en fin. Demasiado para un irregular mental enfermo y vapuleado por Eros y Afrodita.
Golpearon a la puerta. Patricia se levantó a ver quién era, aunque yo le dije que no diera bola. Era Salvador, el tipo que me alquilaba el departamento y vivía con su madre en la casa de abajo.
-¿Qué hacés acá, Patricia?
-¿Te tengo que dar explicaciones a vos?
-No, pero es que escuché…
-Me importa una mierda lo que escuchaste. Estoy cuidando a Cratilo, que está enfermo.
-Como si no lo supiera…
-Bueno, tus ironías te las podés guardar. Aparte es bien contagioso, lo que tiene, así que yo que vos…
-Decile al tarambana ese que se acuerde de lo que arreglamos cuando alquiló.
-Perfecto, le voy a decir al tarambana ése lo que dice el castrado de abajo. Andá nomás, andá con tu mamita -y le cerró la puerta en la cara. Volvió a la cama, se acurrucó a mi lado, y me preguntó si se había extralimitado.
-Sos lo más -le respondí, satisfecho y agradecido.
Y a continuación, colapsé.

martes, 6 de diciembre de 2011

DE ASTROLOGÍAS MAYAS, BRUJAS Y PRURITOS INGUINALES

Ruinas de Palenque

Todavía conservaba la grandiosidad de las Ruinas de Palenque en mis retinas, y en mi piel la frescura de las Cascadas de Agua Azul, cuando, viajando a dedo por la Carretera Federal 199, llegamos a una pequeña aldea cuyo nombre no recuerdo (muchos nombres muy raros; onda náhuatl, mazateco, tzotzil o lo que fuere), plantada en medio de cerros muy verdes. Hacía rato que había anochecido, y ya era hora de comer algo, tomar unas cervezas y buscar una pocilga en la cual pasar la noche por unos pocos pesos. Vana ilusión. Nada parecido a un bar, una fonda, un hotel, posada, albergue; sólo casas humildes e indios cuyas vestimentas eran tan coloridas que ni pensar en mirarlos después de clavarse un ácido.
-Viste, pelotudo -Me dijo Piero-, te dije. Vamos a seguir hasta Cancún, o Playa del Carmen. Pero vos no; muchas piedritas, mucha historia y qué sé yo cuántos, y mirá adónde me traés…
-Loco, venimos de Palenque, vimos el sitio en el cual el Rey Dios Pakal dejó un legado de conocimiento que aún hoy…
-Prefiero ver las tetas de las turistas en topless de la Riviera Maya, pedazo de gil -me interrumpió-.
-Loco, yo no te puse un revólver en la cabeza para que me sigas -le respondí, malhumorado.
-Bueno, acá estamos. Ahora, vos que sos el guía, ¿me querés decir qué carajo hacemos?
-No sé. A lo sumo nos tiramos a dormir en algún lado.
-Sí, claro. Acá te muerde una lombriz y cagás la fruta en 10 minutos.
-Bueno, ponete repelente, maricón. Aunque con el olor que tenés…
-¿A quién le decís maricón?
-A vos, pelotudo. Fijate si hay un teléfono y la llamás a tu mamita.
(Hice esta bravata porque sabía que, pese a la pésima situación psicofísica, el camionero sensible jamás iba a golpearme. Eso, si yo medía bien cuándo detenerme)
-No me torees, Bermúdez (llamarme por el apellido era una buena manera de encender las luces de stop referidas en el paréntesis anterior).
-Vamos a preguntarle a esos pibes.
No, huey. ¿Por acá? Ni modo, pué. Lo único que hay es seguir hasta Ocosingo, a lo menos. Y de no, fíjense en lo de Don Basilio. Tiene un rancho bastante grande, hay veces que toma gente pa’ dormir, les da comida, y eso.

Un par de minutos después golpeábamos las manos en una casa muy rústica; un rancho, bah, como le decimos al sur del continente. Apenas un poco más grande que las demás. Golpeamos las manos y a poco salió, a través de una tela colgada a modo de puerta, un individuo anciano, de cabellos y barba largos, tez clara y ojos azules muy brillantes. Nos sorprendió que fuera de ascendencia caucásica, con tanto indio alrededor.
-Buenas noches. -Saludó.
-¿Don Basilio? -Pregunté. Por lo visto, socializaba yo, como siempre; sólo que esta vez quedaba claro que Piero no pensaba hacerse cargo de nada. Según sus primarios códigos, como era yo quien lo había llevado hasta allí, quería dejar en claro que todo cuanto ocurriese sería mi exclusiva responsabilidad. El grandote, cuando estaba enfurruñado, adoptaba una pose exactamente análoga a la de Obèlix el galo.
-¿Quién lo busca?
-Encantado, soy Cratilo Bermúdez, y él es Piero. Unos muchachos nos dijeron que tenía lugar para dormir y, eventualmente, algo de comer.
-Pásenle.
Entramos. El rancho constaba de una estancia grande y dos pequeñas. En la estancia grande había escaso mobiliario, que no obstante lucía antiguo y digno de un talentoso ebanista. No había imágenes o ídolos de ningún tipo, las rústicas paredes estaban peladas. Tampoco había ventanas. Unos tres o cuatro catres apilados nos dieron una idea de cómo y dónde íbamos a dormir. Las otras dos, al parecer, eran la habitación de Don Basilio y la cocina. El retrete estaba afuera, en los fondos.
-Tomen asiento, y cuéntenme qué ha sido lo que los ha traído por aquí.
-Venimos de Palenque.
-Ah, sí, Palenque. ¿Es que son estudiosos o meros turistas?
-Yo, soy turista -dijo Piero, aún inmerso en sus miasmas anímicas.
-Yo, las dos cosas. -Dije a mi vez, y aclaré: -Claro que es pura vocación, no se trata de estudios formales.
-Ya, ya, ¿A qué chingón le interesan los estudios formales?
-No, pero quiero decir que…
-Sé lo que quieres decir, y voy a adelantarme. Tu sabes, los académicos no tienen la menor idea de lo que hablan, o escriben.
-Por lo visto, usted sí.
-Bueno, yo he crecido entre gentes que tienen muy clara la tradición. Que no son los que hablan con los gringos.
-¿Pero usted no es gringo, acaso?
-No todo es lo que parece, y ésa es una verdad que los gringos aún no han aprendido. -Se dirigió a alguien en la cocina: -¡Rosa, tráenos un poco de atole y unas gorditas, por favor! -Y retomó el diálogo: -Ya mi abuelo fue consejero de un tardío Ahau (Jefe Maya) descendiente de los señores de Yaxchilán. Puedo asegurarle que soy mucho más indio que todos esos chamacos que se sienten orgullosos de sus calzados Nike y sus viejos carros americanos. Y que traicionan el legado de su propia sangre vendiendo falsos folklores por dinero para comprar esa clase de porquerías.
Entró Rosa con una bandeja. Se trataba de una exquisita aborigen, hermosa por donde se la mirase; tez morena, pelo largo y lacio azabache, ojazos negros de mirada intensa, y un físico esbelto y a la vez robusto, por lo que se podía adivinar más allá de su colorida indumentaria típica. De más está decir que Piero se olvidó de las tetas de Cancún, de que estábamos -según él- en un pueblo de mierda, etcétera… la belleza chiapaneca saludó con inclinación de cabeza y leve sonrisa, dejó sobre la mesa los tazones y las tortillas tapadas con un repasador para que conserven la temperatura, y volvió a la cocina.
-Oiga, Don Basilio -le dije-, deberíamos arreglar la cuestión económica, porque como podrá ver, no venimos muy sobrados. Tenemos para aguantar unos días y viajar de vuelta al DF, a tomar el vuelo de regreso.
-¿De adónde es que vienen?
-De Argentina.
-Bueno, pues, mis queridos cuates gauchos, seréis mis invitados -declaró solemnemente con su voz grave y rica en tonalidades, algo así como la de Narciso Ibáñez Menta (quien a decir verdad, con sus inflexiones castizas, más parecía mexicano que español afincado en Argentina. Quizás eso también influyó). -Si hace falta, tal vez les cobre la comida a costo, pero eso para darle a los niñitos.
-No, pero…
-¡Órale, que no quiero hacerme rico con ustedes, que están más chingados que yo!
Reímos, y pasamos a dar buena cuenta del atole y las gorditas dulces.

2
Con el estómago lleno, pedimos permiso para fumar y fue concedido. Rosa, sin indicación alguna, trajo al momento un cuenco de cerámica para las cenizas. Piero se quedó durito, como si hubiese estado atajando diarrea con el esfínter. Me dio un poco de pudor, dado que Don Basilio, a pesar de su edad, se veía hiperlúcido, y por lo tanto debían resultarle más que obvias las oleadas de lujuria que emanaban del macho alfa ítalo argentino.
Don Basilio comenzó hablando de Palenque, del legado de Pakal y sus implicancias en el presente y a futuro; y luego contó viejas historias mixtecas y zapotecas. Yo estaba en uno de esos trances, tan comunes en los viajes, que consiste en llegar a un lugar puteando y después advertir que ni en las mayores expectativas habría esperado algo así. Piero, en cambio, abrumado por el rapsoda mesoamericano, pasaba su tiempo entre furtivas miradas hacia la cocina y fingidas risas o muecas de interés. Al cabo de un buen rato, pidió permiso para pasar al sanitario. Cuando volvía, oí que intercambiaba unas cuantas palabras con Rosa. Don Basilio esbozó una sonrisa y cabeceó en dirección a ellos. No supe qué decir.
Momentos después, fue Don Basilio quien fue al retrete. Piero se apresuró a informarme: -Ya arreglé para más tarde. Rosa y otra chica nos esperan en una casa por acá nomás. Ya me dijo cómo llegar.
-Qué rapidita, eh…
-Puede ser, pero viste lo fuerte que está.
-¿Y la amiga qué onda?
-No sé, boludo, no la conozco. A lo sumo te volvés.
-No sé…
-Dale, guacho, haceme la gamba…
Don Basilio volvió y continuamos dialogando, la cosa iba ganando en interés. El anfitrión sirvió unas copas de un mezcal muy aromático, y desde la cocina nos llegaba un exquisito aroma. Al rato fuimos agasajados con un guisado de ave y frijoles. Estaba increíble.
-¿Qué es? -Pregunté.
-Guajolote y frijoles.
-¿Qué? -Preguntó Piero, que quién sabe qué extraño reptil pensó que estaba comiendo.
-Pavo, pavo -le dije, y la reiteración, adunada al tono, dejó claro que el segundo término era un calificativo dirigido a él. Don Basilio festejó con sonoras carcajadas.
-Ah, está buenísimo -comentó el gringo, ahora más tranquilo, y le siguió dando. Ayudamos a bajar el suculento manjar con botellas de la popular cerveza Corona, y el postre consistió en un delicioso batido de aguacate. En eso vino Rosa (por cierto que era una mujer impactante), anunció a Don Basilio que se retiraba, saludó con gracia y se marchó. Poco después, y ante el entusiasta diálogo que manteníamos Don Basilio y yo -por cuanto el viejo se vio profundamente interesado por el Candomblé de Bahía, y habíamos comenzado a trazar paralelismos, analogías y diferencias entre este culto afroamericano y sistemas místicos de entronque tolteca- me interrumpió:
-Disculpá, Cratilo, ¿no era que íbamos a dar una vuelta para conocer el pueblo?
-¿Acaso se refiere a salir de paseo con Rosa y su hermana? -Preguntó el viejo. Piero respingó ante la contundencia de la frase, y medio tartamudeando, comenzó a decir: -Bueno, fue ella quien se ofreció a acom…
-Ya, sé demasiado bien cómo son las cosas. Fui joven un día, y apuesto que todito y magro como era, podía voltearlo a usted con facilidad.
-Bueno, eso jamás lo sabremos.
-Si se va a quedar más tranquilo, podemos calentar un par de guantes en el fondo.
Fue sorprendente el gesto de sorpresa de Piero. Un momento delicioso, rematado por las risotadas que al unísono soltamos Don Basilio y yo, ambos en una frecuencia que el gringo, ante la imposibilidad de abordar por falta de interés (y encima con la promesa cierta de conquistar una delicia local), llegó a ponerse de mal humor otra vez.
-¿Tengo que pedirle la mano a usted?
-No, mi cuate. No es mi hija, pues. Si no, no estaríamos hablando de este modo, eso puede tenerlo por seguro. La Rosa es grande y hace lo que le viene en gana. La cuestión es que la hermana de la Rosa es tan linda como ella, o quizá más. Seguramente el joven Cratilo preferirá pasar una agradable noche de luna con ellas antes que perder su tiempo platicando tantito con un viejo senil…
-Don Basilio, si no le incomoda, preferiría perder mi tiempo platicando tantito con un viejo senil.
-No se arrepentirá, puede confiar en ello.
-Bueno, si me permiten… compromisos son compromisos -dijo Piero, mientras se ponía su chamarra de cuero.
-Pos ándele, que lo disfrute. Puede venir a la hora que guste, la puerta estará abierta.
Bebimos unos cuantos tequilas, en tanto me enteraba que mi Kin, sello que según la profunda sabiduría cósmica transmitida por el Rey Pakal -a través de los glifos de Palenque-, configura nuestra percepción global del mundo- correspondía a Manik, la Serpiente Galáctica Azul. Debo reconocer que la lucidez y conocimientos de los que el viejo hacía gala me llevaban a esforzarme para rozar, siquiera tangencialmente, la profundidad de sus conceptualizaciones; mas de todos modos me resultaron fascinantes. Me enteré entonces que yo era una especie de portal, a través del cual podía dar tránsito espiritual y enriquecimiento de conciencia y conocimientos, y que una de mis principales capacidades de divulgación estaba dada por una fuerte inclinación a la escritura. En fin… en otras astrologías me rige Mercurio, así que en algún punto parecen ser concordantes, como así también con mis Orixás africanos. Siempre preferí creer a reventar, ello sin ingresar en credulidades ingenuas o directamente pelotudas, voto a San Anselmo.
(Ahora bien, luego de esta digresión intimista respecto de temas que seguramente me interesan sólo a mí, vuelvo al plano coloquial)
-Cuando quiera descansar, pues me lo dice y ya -dijo en una pausa-. -Lo que es por mí, podría seguir platicando hasta el amanecer.
-Usted dispone. No todos los días tengo la oportunidad de hablar con personas sabias como usted.
-No le haga, no se vale andar con ésas. Yo solamente soy un viejo contador de historias.
-Sabe bien que es mucho más que eso. Y también es un hombre generoso.
-Ni tanto, solamente que soy una especie de… ¿cómo le diría…? Bueno, usted me va a entender, soy una especie de portal transmisor de cosas. Un poco compulsivo, porque tengo la idea de que nadie debe irse de mi casa sin llevarse algo. Siempre que valga la pena, caso contrario, los mando a paseo.
-¿Cómo sabe de antemano quién vale la pena y quién no?
-Usted estuvo en Teotihuacán, ¿verdad?
-No, venimos bajando desde Ciudad de México. Pasamos por Oaxaca, Tuxtla, San Cristóbal…
-¿Nunca estuvo en Teotihuacán?
-Sí, un par de veces, pero en otros viajes.
-Ya ve que no me equivoqué. A algunas personas se les pega una luz, en ese lugar. A algunas, solamente.
-¿Usted es vidente?
-No, veo algunas cosas, nomás. La que es bruja es la Rosa.
-Ah, ¿sí?
-Pos claro. Ella me ayuda porque en otros tiempos salvé la vida de su padre. Él después murió y ella me ha puesto en su lugar. Y ella es como yo. Maestra compulsiva. Ya va a ver la lección que le va a dar a su amigo…
-¿Corre algún peligro?
-Corre peligro si nadie lo endereza tantito. Corre peligro si queda librado a su suerte y decisión. Pero todo eso usted ya lo sabe. La lección de su amigo es la de su amigo y la suya es la suya, pues.
-¿Y cuál es la mía?
-¡Pero si ya se la he dáo, cabrón!
-Ah, claro.
-No, m`hijo, tampoco me dé la razón como si fuera un chiflado, que no lo soy. Pasa que todo tiene que tener un tiempo para decantar.
-Así lo he interpretado.
-No me salga con chingaderas que no estoy chocho. Lo último que voy a decirle es que para separar la nata de lo que le he transmitido, deberá tener un poco de control sobre sus vicios.
-Sí, sabe que lo he estado pensando…
-Pensar no alcanza. Aparte, pensó menos de la mitad. Me refiero sobre todo a los vicios de personalidad. Pero mi modesta videncia me muestra que ya otro maestro se lo ha dicho. Usted viaja esperando oportunidades como ésta, ¿no?
-Seguro.
-Bueno, es por eso que se le presentan. Antes de dejarlo dormir, le cuento que su amigo mañana podrá experimentar algunos contratiempos físicos. Nada grave. Usted puede divertirse, chingarlo, seguirle el tren o lo que quiera, pero no se preocupe.
-Pobre Piero, pensar que salió tan ilusionado…
-Bueno pues, no se apure. Una cosa no quita la otra, sobre todo si se trata de la Rosa. A la Rosa le gusta disfrutar de todo.

3
A la madrugada me despertaron los gallos. Me dolía todo el cuerpo, entre el catre y los días de caminata con mochila. Abrí un ojo y lo vi a Piero dormido, más acuclillado que sentado, sobre una pared. Me acerqué y lo toqué levemente en el hombro, al tiempo que le preguntaba en voz baja:
-¿Qué hacés durmiendo en el suelo, boludo? ¿Por qué no te armaste el catre?
Se sobresaltó y me miró con pánico. A continuación dijo con tono urgente: -Vamos, vamos, cazá los bártulos y vamos a la mierda de acá.
-¿Qué pasa?
-Dale, agarrá las cosas y vamos.
-Parece que su amigo tiene prisa por irse -dijo Don Basilio, que acababa de entrar sin que lo advirtiéramos.
-Sí, me quiero ir cuanto antes. Y no me hable, por que usted sabía que iba a caer en las garras de la bruja ésa…
-Bueno, pues, si no quiere tratar con brujas tiene que fijarse mejor por donde anda, mozo. Aparte no sé si le conviene tratar más con brujas y no tanto con mujeres livianas.
-Cuando necesite un consejo suyo, se lo voy a pedir.
-Bueno, loco -dije, comenzando a ofuscarme-. No le faltés el respeto al señor, tampoco. Encima que te brinda su hospitalidad…
-Déjelo, Cratilo, mucho le falta aún a este mozo para hacer la menor mella en mi honra. Y no se sienta obligado, vaya pues.
-Bueno, pero me tiene que decir cuánto le debemos…
-Ya hablamos de eso; váyanse nomás, ha sido un placer -dijo con una espléndida sonrisa. Cargamos las mochilas y comenzamos a salir. Me volví para agradecer a don Basilio, pero me interrumpió:
-Acá les he hecho preparar unos bocadillos por Rosa. Cocina muy bien, ¿verdad? -Me hizo un guiño y puso una bolsa de papel manchada de grasa en mis manos. -Ahora váyanse, que no me gustan las despedidas.
-¿Estás loco? -Le pregunté a Piero, una vez que salimos.
-Puede ser, boludo, pero no sabés qué nochecita que pasé.
-Contá, dale.
-Fui a la casa de la mina ésta, y estaba bastante ligerita de ropas. Me senté a la mesa y me sirvió un licor de hierbas que prepara ella y que no estaba del todo mal. Tomé dos o tres copitas y luego empezamos a chichonear un poco. La loca entró en furor enseguida y comenzó a desvestirse, dejándome ver un cuerpo atlético y esbelto, unos pechos portentosos y un pubis cubierto de una pelambre negra distribuida taaan bien… artísticamente, diría. Una belleza natural extraordinaria…
-Hasta ahora, no entiendo la actitud de pánico que adoptaste.
-Esperá, esperá… la cosa es que vos sabés que no soy muy delicado para esta clase de entuertos, pero la ola de pasión salvaje que me tiró encima esta india me resultó difícil de capear.
-Che, muy poético, eso…
-Andá a la puta que te parió. ¿Te parece poético, eso?
-Bueno, no nos dispersemos. ¿Y qué pasó?
-Y, que casi me violó. Mientras se me subía encima bajó la luz de la lámpara a kerosene y, en una semipenumbra rojiza de lo más excitante me agarró el amigo y se lo enfiló entre las piernas. Era muy estrecha, y no tenía el menor olor a nada. Después se fue entusiasmando y tomando enjundia. A poco parecía uno de esos vaqueros yanquis que montan becerros, y eso que yo estaba quietito, de apabullado nomás. Parecía una especie de juego de balero venéreo, y decí que ya se le había dilatado un poco, porque sinceramente, temía que en caso de errarle al agujero me la iba a quebrar. Nos echamos un fierro de la hostia. Hasta ahí, todo bien. Pero en la segunda vuelta, se puso en cuatro patas y entonces la cosa la manejaba yo. La loca hacía toda clase de ruidos que me volvían loco, sobre todo una especie de ronroneo grave que me hacía vibrar el bicho, y te cuento que hasta ahí todo resultaba fascinante. Fue entonces que me pareció ver una sombra entrar por la ventana. Una sombra grande, voluminosa. Me congelé. Es mi gato, dijo, pero el tamaño del bulto que yo había visto no se compadecía con el de un gato. Pero como estaba todo tan lindo, me tranquilicé y me concentré en este polvo, que era el mío. Entonces entró otra sombra, y del mismo modo que había hecho la anterior, siguió para adentro, a lugares de la casa a los que yo no había accedido. Otra vez quedé duro, y ella me gritó ¡No pares ahora, gringo, por favor, no pareeees! y fue suficiente como para sacarme del trance de terror y me llevó a darle igual que me había dado ella a mí; y cagado y todo como estaba, le provoqué un orgasmo tremendo. Atrás fui yo, tras lo cual me tumbé en un sillón, y ella se fue al baño. Ni bien cerró la puerta, todo a mi alrededor fueron gruñidos, siseos, sonidos broncos de felinos que, creéme, no eran de gatitos mascota. Y las sombras que iban y venían en la penumbra tampoco. Eran, por lo menos, pumas. Entonces, cagado como te podrás imaginar, golpeé la puerta del baño y la llamé con voz queda, viste, no quería hacer ningún ruido que desatara la ira de las fieras. ¿Qué ocurre?, me preguntó, y más o menos le dije. ¡Changos, pásale!, me indicó, y cuando abrí la puerta, en una estancia inundada de luz, una especie de puma negro, o pantera, o qué sé yo qué mierda de gato enorme gruñó agresivamente y me sacó unos colmillos así (mostró la medida de unos 10 cm. entre pulgar e índice). De más está decir que abandoné cualquier actitud prudente, cacé la ropa y salí directamente en bolas. Me fui vistiendo por el camino sin dejar de correr, incluso a los saltos cuando me ponía los pantalones. De cuando en cuando oteaba para atrás, pero por suerte no vi ningún felino. Te juro que un gatito pequeño me hubiera provocado un infarto. Ah, te reís, boludo de mierda…
-No, sólo pensaba en que por ahí te hubiera ido mejor si te quedabas con el viejo y conmigo.
-Bueno, el final fue bastante macabro, pero el sexo estuvo bueno. Una de cal y otra de arena, ¿viste?
-Pero… ¿había pumas o no había pumas?
-Yo qué sé, yo los vi y los escuché, man. ¿Cómo que no había?
-Yo me inclino por el licor de hierbas.
-¿Vos decís que me drogó?
-Y, viste como son estas culturas…
-Puede ser. Sobre todo porque después, en la tapera del viejo ése, vi unos bichos rarísimos, medio luminosos.
-Viste. Seguro. Pero decime otra cosa, ¿te pican mucho los huevos?
-Un poco, sí.
-Se nota. Hace rato que veo que te los venís rascando. Para mí los bichos que veías eran ladillas.
-No seas hijo de puta, ¿te parece?
-No sé, fijate.
Paramos un segundo, mientras se bajaba los vaqueros y se miraba los pendejos.
-No veo nada. ¿Te podés fijar?
-No, gracias. Te creo.
Paró un auto conducido por un panameño que viajaba solo. Subí y me senté en el asiento de adelante. Cada vez que me di vuelta, Piero se estaba rascando las pelotas. Recordé los trastornos que había anunciado Don Basilio y reí para mis adentros.
Ya en San Cristóbal de las Casas, compré cervezas y me puse a comer la vianda que me había dado el viejo. Eran tortillas y chicharrones, que estaban deliciosos.
-¿Querés?
-Ni loco.
-Vos te lo perdés. Sentate, loco, un rato, mientras como.
-No puedo. Me arde hasta el orto.
-No te rasqués más. O andá a comprar alcohol fino y echate un poco.
-¿Sos loco, vos? ¿En el bicho y en el culo?
-Y bueno, entonces aguantatelás.
Dos días después la comezón paró.
Y, entre otras cosas más personales, pude comprobar que es muy cierto eso de que el espíritu se mueve en formas misteriosas.