lunes, 31 de octubre de 2011

SOLDADO DE VIDELA VI - LOS FANTASMAS DEL PUESTO 10


Una leyenda pueril, y tan lineal que conspiraba contra la menor credibilidad, circulaba entre los milicos -que así nos llamaba la superioridad-. Se refería al puesto de guardia número diez, ubicado lejos de todo contacto humano y rodeado de una vegetación lúgubre, que uno no sabía -lo digo en lovecraftiana glosa-, si esa lobreguez era anterior o sobreviniente al cagazo que cada noche, turno tras turno, el soldado apostado imprimía cual pincelada de pavor en el cuadro macabro. Crecían los testimonios acerca de la visión de ánimas en pena, que no eran otras que las de los Combatientes caídos en la luego llamada Masacre de Monte Chingolo, ocurrida poco tiempo antes en ese mismo Batallón al que la desgracia nos había arrojado
-En serio, el cagón éste dice que los vio. Y muchos otros baten cosas por el estilo; debe haber algo, por ahí. -Dijo el Yuyo, mientras comíamos lo que podíamos de la apestosa cena en bandejas de lata en las que nos daban el rancho de tropa.
Curly, un tarambana que no se nos despegaba ni un segundo, y en el que no confiábamos mucho porque aparte de tarambana era cagón, al tiempo que asentía con la cabeza, lo corrigió:
-No digo que los vi. Los vi. Así como los estoy viendo a ustedes.
-Qué raro -dije-, yo pensé que los fantasmas eran más transparentes. -Ozzy se cagó de la risa. -Dejate de joder, Curly, a vos te dicen que viene el cuco y te cagás en los calzones.
-Bueno, boludo, no me calienta un carajo si me creés o no me creés. Yo sé lo que vi. Aparte, al que le toca ahora el puesto diez es a vos.
Esto último lo dijo con una expresión de sorna ajena a su galería standard de expresiones, lo que me preocupó, así que le espeté con tono ríspido:
-¿No te parece, pedazo de boludo, que ya hay demasiados vivos por acá como para andarse preocupando por fantasías?
-Vos andá y mañana hablamos. Por ahí no pasa nada, claro.
-Estás abriendo el paraguas, hasta para eso sos cagón.
-Mañana hablamos. Yo seré cagón, pero vos tampoco sos Sean Connery, eh.
La seguridad con la que hablaba crecía en la misma proporción en que la mía decrecía; y como sucede siempre, mi tozudez se empeñó en recuperar le energía perdida. Tanto más cuanto la aguja de mi medidor de inseguridad había llegado al punto de hacerme suponer que la necesitaría poco después, en la oscuridad del fatídico puesto.
-Vamos a hacerlo más divertido -le propuse-. Si no veo nada, me comprás un sándwich por día en la cantina durante una semana.
-Y si los ves, me los comprás vos a mí, entonces.
-Sabés que no tengo un mango partido al medio.
-¿Y qué me das, vos entonces?
-Te dejo que me pegues una buena patada en el culo.
La pregunta que formuló a continuación me sorprendió sobremanera, ya que esperaba la obvia negativa de plano.
-¿Y yo cómo sé que me vas a decir la verdad?
-Te lo digo yo, boludo. Te doy mi palabra.
-Para tener palabra primero hay que tener honor.
-¡Eh, ¿qué te pasa, guacho?! ¡Mirá que te voy a dejar peor que los fantasmas, gil!
-Bueno, bueno, ¿en qué quedamos?
-¿Vas a decir la verdad? -Me preguntó Curly, con una sonrisa jugueteando en medio de esos mofletes tan parecidos a los del Stooge responsable de su mote.
-Cómo se ve que tenés guita, burguesito blandengue -demoré un poco la respuesta final. En lugar de recuperar energía, la iba perdiendo a ojos vista. El burguesito blandengue, viendo como la ola lo favorecía, me apuró:
-Todo es poco, con tal de darte una buena patada en el ojete.
Y, sí. La verdad es que yo solía divertirme abusando verbalmente de él. En todo caso, me la tendría merecida. Pero mi mamá siempre me dijo que los fantasmas “no existen”. Y así me fue cada vez que le hice caso.

2

Cuando descendía del Unimog, la mirada de los milicos que iban quedando por apostar y de los ya relevados, unívocamente, parecían decir A éste le tocó el Puesto 10. No obstante me tranquilicé un poco al oír gritar al milico que acababa de relevar: ¡Parte para el cabo primero lucero! ¡Soldado clase ’59 Tamayo deja el puesto sin novedad! No parecía venir de una Noche de Walpurgis, ni mucho menos.
Finalmente quedé solo en medio de la oscuridad. El fusil en mis manos no parecía constituir una herramienta idónea para ser utilizada contra entes espirituales. Miré la lechuza (que así le decíamos a la pequeña estructura de cemento que servía de refugio para el guardia) y la oscuridad en su interior era aún mayor, así que opté por permanecer allí fuera. Todos esos atavismos difusos y tenebrosos, que son tan comunes en la infancia, parecían haber regresado en tropel sobre mis agitadas mientes. No seas maricón, me dije, o vas a empezar a ver cosas de puro cagazo, infeliz. Fantasmas de guerrilleros, bah. Qué cosa tan descabellada. Y en todo caso, si eran fantasmas tales y como los describían las tradiciones universales, ellos bien sabrían que yo estaba de su lado, al menos en lo ideológico. Aparte. Si no era así, ¿qué podrían hacerme? ¿Ultimarme con balas fantasmas? No puedo creer que esté pensando semejantes boludeces, volví a recriminarme, y decidí permanecer en el alerta de siempre, que consistía en rajar para cualquier lado en caso de kilombo. Ya que jamás iba a accionar un arma en contra de gente que me representaba con su lucha y que tenía los huevos de los que yo carecía para oponerse al régimen genocida que me tenía secuestrado. Así que, para mantener la sobriedad recién conseguida, comencé a canturrear una canción que acababa de componer mi amigo Juan, entonces inmerso como yo en castrenses entuertos tan ajenos como compulsivos:

Cuando hago guardia
No sé a quién cuido,
Si me cuido a mi mismo
O a esta banda de asesinos


Finalmente logré consolidar el ánimo -en un nivel muy bajo, por cierto; lo normal en aquellas situaciones, que de por sí eran depresivas al punto que no hacía falta andar agregando componentes de thriller-. Y entre divagues del tipo lástima de uno mismo, me refugié en la amarga cotidianeidad del batallón, que incluía garrones como éste, que al fin y al cabo no era de los peores. Entonces, apareció el sueño. Claro que siempre, después de madrugar, soportar trabajos esclavos, movimientos vivos, presión psicológica, etcétera etcétera, el sueño irrumpía, y costaba ingentes esfuerzos permanecer en vela. Pero esta vez se trataba de un sueño pesado, terminal, de esos que cuesta imaginar si uno no ha pasado por la experiencia de somníferos fuertes o sobredosificación de los mismos. A pesar de la irrupción inmediata y contundente de Morfeo, sabía que debía resistir a como sea de caer en sus brazos. No sé si ya les comenté, pero dormirse en una guardia, obviamente, no era algo muy bien visto por aquellos bandidos de uniforme. Pero dormirse en el batallón depósito de arsenales “domingo viejobueno” de Monte Chingolo era prácticamente un suicidio. Así es que apelé al viejo truco de buscar algún charco de agua no muy podrida y arrojarme un poco en la cara. Pero a contrario de tantas otras veces, esta vez no ayudaba mucho. La idea que ese sopor invencible podría estar siendo causada por agentes metafísicos externos -llámense espíritus-, funcionó mejor, pero el despabilamiento duró lo mismo que manteca en hocico de perro. Cabeceé, aún conciente al punto de advertir que estaba quedándome dormido de pie. Sacudí la cabeza, y fue como si reflectores hubieran sido dispuestos para iluminar el área. A unos diez metros de mi posición había un tipo tirado sobre el pasto, en ese descalabro azaroso propio de la súbita aniquilación. Se me pararon los pelos del orto.
-¡ALTO! ¡¿QUIÉN VIVE?! -Grité, estúpidamente, en un todo de acuerdo con los cánones insuflados en el adoctrinamiento, al tiempo que apuntaba mi F.A.L. hacia el guiñapo, que al verlo bien noté que estaba manchado de sangre. Y entonces, el peso de la imposibilidad de lo que estaba ocurriendo me llevó a sacudir la cabeza con dos resultados: el bueno, era que el fulano abatido ya no estaba; el malo, que la  luz que irradiaba sobre ese sector, que quién puta sabrá de dónde venía, se mantenía tan clara como antes, sino más. Respiré hondo, mirando para todos lados con la intención de descubrir la fuente lumínica, pero no pude discernir nada en ese sentido. Y como aprovechando esta pequeña mengua en mi atención respecto de eventuales presencias, sentí un estridente grito de ataque a mis espaldas. Era una mujer absolutamente determinada a ultimarme, que corría en mi dirección disparando ráfagas con una metralleta P.A.M.. Atónito, no atiné a devolver fuego, menos tratándose de una mujer. Ella continuó su carrera y pasó a mi través, produciéndome un ahogo que, creo, vino determinado por el reflejo ante un impacto inevitable y que sin embargo nunca se produjo.
Estaba por ponerme a llorar. Curly y la reputísima madre que lo parió, cómo se debe haber cagado en circunstancias como aquellas. Con razón les tenía tanta fe a estos espíritus. Allí fue cuando escuché algo así como gritos paradójicamente silenciados: ¡Ahí está! ¡Está solo! ¡Es pan comido!
Yo ya no tenía tiempo para andar analizando situaciones. Estaba luchando por mantener mi cordura o contra lo que fuera que estaba dando vueltas por allí, en una suerte de poltergeist socialista. Entonces ocurrió algo insólito, incluso para ese contexto delirante:
-¡Paren un poco de joder, pelotudos, que éste es amigo! -dijo un individuo flaco y alto, de pelos largos (pocos) y pijama.
-¿Mingo?
-Qué hacés, pendejo, tanto tiempo.
-No te puedo creer. ¿Acaso moriste acá, vos?
-No, boludo, me mataron allá en La Plata. Pero a la mayoría de estos monos los conocía de antes. Yo pertenecía a Montoneros, y vos sabés cómo eran las cosas. La basura de la Triple A y los milicos son un enemigo común que supera cualquier diferencia.
-Loco, ¿sos vos, en serio?
-No, boludo, soy Cantinflas. ¿Qué pelotudez me estás preguntando?
-Pasa que es todo muy raro, acá.
-Raro es encontrarte a vos, disfrazado de milico. ¿Qué hacés acá?
-Ah, resulta que soy yo el que pregunta boludeces. ¿Qué te parece que puedo estar haciendo? Me encanutaron, gil. O te pensás que me enganché como soldado voluntario…
-Claro, pero tenés que ser idiota para dejarte enganchar.
-No me digas.
-¿Y qué vas a hacer si viene alguno de los muchachos (los que quedan vivos, digo) a hacer kilombo acá.
-Tiro el fusil a la mierda y me escondo, si puedo. Y si no puedo, busco la coyuntura para tirar a favor de ellos.
-Que no son ellos, somos nosotros, ¿o no?
-Sí, boludo, está bien, pero no te pongas a argumentar boludeces como en la pensión. Es una forma de decir.
-Vos decís, pero hoy por hoy sos uno de ellos, y no de nosotros.
-Vos no eras tan pelotudo de vivo, parece que una de las desventajas de la muerte es la pérdida de coeficiente mental. Encima que estoy de palo, vos me echás sal en las heridas. Mejor mandá a los otros a que me caguen a tiros. Sus balas inmateriales me hacen mucho menos daño que vos, te aseguro.
-No te pongás así. Podés estar de palo, pero por lo menos todavía estás vivo.
-¿Te acordás cuando nos pasábamos los sábados mirando Cine de Súper Acción?
-Sí, qué pelotudos que éramos.
-A vos te gustaban las de romanos, esa onda.
-Maciste era un capo.
-Maciste, cierto, era tu ídolo. Siempre fuiste medio puto. -Mingo se sonrió, pero detrás de esa mueca se adivinaba el puro dolor. Así que continué: -Y después venía el Maestro y nos leía, nos explicaba la teoría.
-Un capo, el gordo. Lo mataron por ahí por barrio norte.
-Eso me dijeron, sí. ¿Y te acordás cuando le metiste un cohetazo al equipo de música nuevo del Lalo?
-Tres veces le dije que bajara el volumen, que estaba durmiendo la siesta. No me dio bola, y bueno. Yo tenía una 9 mm que hacía rato tenía ganas de estrenar.
-La cara del loco, no entendía nada.
-En fin…
-Che, Mingo, ¿qué hago?
-¿Qué hacés con qué?
-Con esta vida de mierda, con estos milicos de mierda, con toda la mierda.
-Nada, loco. Por ahora no se puede hacer nada. Pero estate atento. Ya sé que no es tu fuerte, sos medio dormido, vos. Pero bueno, estate lo más atento que puedas. Por ahora, para conservar el pellejo, nada más. Y después, para hacer algo por los demás. Y ahora me tengo que ir. No te preocupes por estos muertos, yo me los llevo.
-No, pero Mingo…
-Me tengo que ir, te dije. Aparte, ya tenés que entregar el puesto.
La luz se hizo más intensa. Eran los faros del Unimog que traía los relevos
.
Al día de hoy no podría sostener si lo que tuvo lugar aquella noche fue un simple sueño, sugestión u otra cosa ciertamente indefinible. De lo que sí puedo dar fe es del terrible patadón que me metió Curly en el medio del ojete, y bien que me lo tenía merecido. También puedo asegurar que nunca relaté esta historia antes, siquiera a mis compañeros del batallón. Y que cada detalle de lo aquí narrado fue atestiguado por un servidor, aunque en su abismal torpeza no atine a discernir si fue pato o gallareta.