lunes, 12 de septiembre de 2011

SPA DE DESINTOXICACIÓN COMPULSIVA "CHICAGO BOYS & FRIENDS"

Lucifer - Dimitri Patelis ©2009

Había quedado en pasar a ver a un amigo. El pobre acababa de salir de esas catacumbas en las cuales desapareció demasiada gente. Sí, había estado desaparecido durante algo así como dos meses. ¿Su delito? Haberse fumado un par de porros, y haber ido a vivir su tardío hippismo retozando inocentemente en los juegos para niños de una plaza. Grave delito. “Configura un riesgo ideológico para los intereses de la Nación”, decían los fulanos. En fin, el pobre Sergio fue visto por última vez bajando de autos con vidrios polarizados a tocar timbre en la casa de sus amigos. Que éramos nosotros. Y debido a ello era víctima de un terrible karma, por haber flaqueado, por haber tenido que señalar a sus compinches. Claro que no hubo más detenciones, porque la banda, a sabiendas de lo ocurrido, buscó refugio en otros techos.
La cosa empezó a complicarse -para mí- cuando, a eso de las dos de la tarde cayó por casa el Topo. Resulta ser que con su amigo Kechum le habían dado el palo a una farmacia y andaban vendiendo falopa a troche y moche. Me dejó un terrón de extracto de opio. ¿Qué hago con ésto? le pregunté. Y, picateló. Y si no te gusta pincharte, qué sé yo, metele alcohol y hacé láudano. No parecía mal plan, tal vez hasta sería capaz de escribir un poema simbolista decente.
Claro que el Topo se fue, y yo me olvidé de preguntar la dosis, aunque supongo que debía tener menos idea que yo. Qué alcohol ni alcohol, me dije. Preparé un café y le tiré el terrón adentro. El menjunje resulto ¡Amarguísimo! Agregué azúcar, y con la boca que se me partía, casi lo acabo, y lo hubiera hecho si en el fondo no hubiese quedado concentrada esa asquerosidad marrón oscuro.
Poco rato después advertí que había hecho cagadas. Otra vez había saltado sin red, detrás de esas voluptuosas fantasías psicodélicas que tanto brillaban en aquel miasmático contexto histórico. El mambo hiper pesado del opio me llevó a cavilar que tal vez no necesitara torturadores. Conmigo solo parecía bastar. Pero había dicho a Sergio que iba a ir, y él necesitaba que fuera, así que me despabilé como pude y salí. Sabía que lo estarían vigilando, pero eso no agregaba nada en mi contra. Yo era estudiante de filosofía, ya tenía estudios ambientales exhaustivos por esa sola condición (es más, hasta llegué a saludarme con un agente de civil que me esperaba en el lavadero de mitad de cuadra, y que además lo cruzaba por doquier). Tal vez, a su manera, debían saber más de mí que yo mismo.
Cuando Sergio abrió la puerta casi me asusté. Parecía que le habían caído encima décadas. Sus ojeras adquirían relieves reptiloides sobre a whiter shade of pale.
-Gracias por venir -me dijo, tomándome de los brazos y clavando la mirada en mis ojos.
-Dejate de joder.
-¿Estás bien?
-¿Por?
-Porque tenés una cara que asusta. -La mierda, si él lo decía…
-No, nada. Me acabo de comer una bola de opio y me parece que se me fue la mano.
-Ah, pero… ¿estás bien?
-Recuerdo días mejores; pero sí, estoy bastante bien, dentro de todo. Un poco pesado y lento, nada más.
Nos fuimos a sentar en el patio, a una mesa de piedra situada debajo de un inmenso tilo.
-¿Querés una cerveza?
-Querés se le pregunta a los enfermos.
-Bueno, no sé si será por el opio, pero mucha pinta de sano, no tenés.
-Basta, che, de juzgar por las apariencias. -No me pareció prudente dar voz al retruécano que se imponía.
Volvió con una Quilmes de litro y dos jarros. Me tomé medio, apenas si pasó. Menos de un minuto después lo vomité. Por suerte, estábamos sobre césped, y la cerveza salió como había entrado. Casi como para beberla de nuevo. Sergio, haciendo caso omiso de mis obstrucciones esofágicas, comenzó a hablar, a contarme cómo lo habían detenido, cómo lo cagaron a trompadas para que hable, cosa que no hizo. Así que pasó a la siguiente fase, la fase eléctrica propiamente dicha. Llámese picana.
-Loco, te juro -comenzó a elevar dramáticamente la voz-, sentía que me iba a explotar el corazón, el hígado, qué sé yo. Estaba seguro que no iba a resistir, que iba a morir allí mismo, en esa mazmorra de mierda.
-Todo por fumarse un porro en la plaza…
-Tal cual, loco. Son perros rabiosos, gozan haciendo sufrir a la gente. Tenías que verles las caras. Una película de terror es Disneylandia, al lado. Y después, me hacían submarino, me vendaban y me gatillaban en seco… al final me quebré.
-Y qué querés.
-No, Gaby, te juro que yo jamás los hubiera batido…
-Ya sé, boludo, no tenés nada que explicarme.
-No, pero es que te quiero explicar.
-No hace falta, pero si te vas a quedar más tranquilo…
-Cuando me sacaron a marcarles las casas y tocarles timbre, te juro que no sabía ni quién era, ni qué estaba haciendo. Solo recuerdo el terror. Un terror primario, visceral.
-No es para menos.
-Y después, un día, lo vi venir a mi viejo. Pobre viejo, suerte que es médico, y conocido. Yo creo que si hubiese sido albañil todavía estaba allá con los hijos de puta ésos dándome corriente. ¡Sacame de acá! ¡Sacame de acá, por dios! Le gritaba.
-Es increíble, hermano. Tratamiento de “subversivo” por fumarte un porro en los jueguitos de la plaza…
-No les importa nada. Cualquier cosa que no les entre en sus escasísimos y perversos cerebros les resulta peligrosa, u odiosa. La cuestión es aniquilarla de raíz, luego de verificar todas las ramificaciones.
-Usá otras metáforas que nos van a detener por siembra y cultivo.
-Bueno, la cosa es que quería explicarte lo que pasó, y que vos se lo expliques a los pibes. Siento una vergüenza enorme…
-Lo único que te falta; después de lo que pasaste me parece una pelotudez que te andés haciendo problema por eso. Aparte, los pibes entienden perfectamente cómo fueron las cosas.
-¿Te parece?
-No me parece, estoy seguro. Y si así no fuera, que jueguen a los héroes ellos, a ver si se la bancan. No estamos en Sierra Maestra, loco, somos unos cuantos hippies trasnochados que la pasaron bárbaro con el Gobierno del Tío Cámpora y ahora nos toca ésta. Estamos condenados a la otredad, somos carne de cañón. Así que tenemos que andar con cuidado. El otro día Chicho y yo nos metimos a fumar un porro en una iglesia. Nos pareció el lugar más seguro para hacerlo.
-¿En serio?
-Y, por la calle no da, viste. Aparte, tu experiencia nefasta nos sirvió a todos para abrir los ojos; de alguna extraña manera, te debemos una.
-Loco, me vomitaste toda la cerveza…
-Y, sí. No pasa. Lo lamento más yo que vos. Creéme.
De vuelta en el ómnibus, las luces del Camino Centenario se veían extrañas, oníricas. Después descubrí que -como otros tantos orificios- tenía las pupilas cerradas, apenas si se veía un puntito minúsculo sobre el iris. Una mirada dura, especial para esos tiempos salvajes. Tal vez por un par de días inspiraría algo de respeto.
Hice un gran esfuerzo para mantenerme despierto. No quería ir a dar con mis adormilados huesos a la terminal de ómnibus.
Las luces, polarizadas por mi dislocado sistema nervioso, fluían alrededor a ritmo de la velocidad en que viajaba el vehículo.
Sentí una inmensa tristeza.