sábado, 3 de septiembre de 2011

EL RUFIÁN Y SU NEGRO LITERARIO

Prostituir
(Del Latín prostituêre
1. Hacer que alguien se dedique a mantener relaciones sexuales con otras personas, a cambio de dinero.
2. Dicho de una persona: Deshonrar, vender su empleo, autoridad, etc., abusando bajamente de ella por interés o por adulación.
Diccionario de la RAE

Un viernes a la tardecita apareció Abdul. Yo estaba tomando una cerveza en el balcón, hacía un calor que te hacía transpirar hasta el ojete.
-¿Cómo andás de guita, Cebrián?
-Como siempre. Pago la renta, como más o menos bien y el resto vos sabés…
-Si, mientras tengas para empinar el codo y demás vicios…
-Soy un tipo con pocas necesidades, viste. ¿Pero a qué viene la pregunta? ¿Me vas a manguear?
-No. Me enteré de un trabajito que por ahí te viene bien.
-¿Ah, sí? No me vas a hacer ir a comprar merca al conurbano otra vez, ¿no? (Ver Noche de perros)
-No, es mucho más tranqui. Tenés que escribir… o mejor dicho, darle forma, a un libro autobiográfico de un ricachón conocido mío.
-¿Lo firma él?
-Claro, boludo. Vos ni figurás. Hacés el laburo, agarrás la guita y arrivederci.
-Ahá. ¿Y de cuánto estamos hablando?
-Y, por lo menos, diez lucas.
-¿Es muy largo el libro?
-Qué sé yo, tenés que hablar con él. En todo caso, si es muy largo, mejor. Le pedís más.
-¿Y de dónde sacó mi referencia?
-Se la dí yo, papá. Estábamos charlando, me contó sus planes y yo le dije que tenía a la persona indicada. O sea, vos. Dicho sea de paso, me toca un porcentaje.
-Porcentaje las pelotas. Si no, escribísela vos.
-Tá bien, boludo, te digo en joda. Encima que te consigo esta ganga…
-Las gangas que vos me traés suelen resultarme muy caras, viste.
-Qué jetón que sos.

Rato después fuimos en su viejo Volkswagen a lo que se suponía era la oficina del magnate. Mayúscula sorpresa me llevé cuando estacionamos frente a un lujoso cabaret.
-Gordo hijo de puta -le espeté-, me batiste cualquiera para traerme de putas.
-Ves que sos un gil. El contratista es el dueño del “bareca”.
-Ah, eso me va gustando…
-Claro, boludo, ¿qué te iba a conseguir? ¿La biografía de Rupert Murdoch?
-¿Cómo estamos, eh? ¿Desde cuándo manejás ese nivel de información?
-Tampoco me subestimes tanto, che. Miro televisión, yo también.
-¿Aparte del Fútbol para Todos?
-Andá a la concha de tu madre.
Entramos. Entre la semipenumbra, vi unas cuantas mujeres, y había que reconocer que era buena merca. Abdul saludó a algunas, metió un par de manotazos por ahí abajo, y me indicó pasar a una especie de sala VIP, en tanto una morocha le decía qué lindo es tu amigo, a lo que el gordo me aclaró que a todos les decía lo mismo, como si yo no lo supiera. Ingresamos, y una especie de fantoche vestido como a principios de siglo (XX), de moñito, bigotitos engrasados y peinados hacia arriba, cara de pillo veterano y una sonrisa que denotaba absoluta confianza en sí mismo, se incorporó del sillón, me dio la mano e hizo lo mismo con Abdul, aunque en este caso el respeto se volvió remedo. A una seña, una hermosa jovencita ligerísima de ropas acercó una botella de Cutty Sark, hielo y vasos. Ello, con las mujeres y el aire acondicionado, resultaba mucho más interesante que la cerveza en el balcón. Si más no hubiera sido por eso, ya le estaría debiendo una al gordo ventajero ése de Abdul.
Después de un breve y formal coloquio de apertura, el rufián -Salvador, se llamaba-, quiso conocer mis antecedentes, a lo que di voz a mi magro pero digno curriculum. Le pareció más que suficiente.
-No necesito tanto; con que sepas escribir más o menos dignamente mi historia, me basta y sobra. No estoy detrás de un Premio Nobel, vos sabés… con ganarme algo de respeto por parte de esta sociedad pacata, me conformo.
(Ah, era eso -pensé-. Eran sus complejos de hombre rico que se siente discriminado por sus actividades non sanctas. Escribir un buen libro, sobre todo justificando el derrotero vital que lo había llevado a regentear putas, era la mejor manera de entrar en los círculos sociales que le seguían vedados.)
-Entiendo perfectamente -dije, calculando que estaba frente a un laburo fácil y bien remunerado.
-Es bueno que entiendas, así podrás darme un buen producto.
-El mejor -sentenció Abdul, a la sazón devenido en agente literario autoconvocado.
-¿Y cómo sería, la modalidad y los tiempos del trabajo? -Pregunté.
-Mirá, yo escribí todo, más o menos… más o menos mal, vos verás. Vengo de un origen muy humilde, apenas si fui a la escuela…
-Por eso no se preocupe.
-Claro. Para eso estarías vos. ¿Y en cuánto tiempo pensás que lo podés terminar?
-Y, depende… ¿es muy largo?
-No, serán… unas treinta mil palabras.
-¡Qué precisión! -Exclamó Abdul, sorprendido.
-Pasa que lo escribí en Word, y el programa te las cuenta sólo, viste.
-Ah, claro.
-Hable conmigo, don, que el gordo éste no sabe ni qué es Word.
-Es un boludo, éste.
-A mí me lo va a decir…
-Che, resulta que yo les soluciono los problemas y encima soy el boludo…
Y después de unos cuantos tópicos de conversación que no vienen al caso, el tal Salvador mandó a llamar a Ivonne y a Casandra (nunca una Gladys, o una Mirta) para que nos agasajaran. Dije a alias Casandra, cuando estuvimos solos, que no era de las personas que pagaban por sexo.
-Pero vos no pagás. Paga el vejete.
-Claro, pero básicamente es lo mismo, sexo por dinero…
-¡Ufa, loco, qué remilgado! Mirá, tan desagradable no sos, y si encima te hacés el tímido, hasta por ahí me llegás a excitar.
-La verdad, no lo había pensado de ese modo.
-Por otra parte, eso me eximiría de tener que estar aguantando bestias que vienen a desaforarse, intentando tomar revancha de sus vidas de mierda, sus mujeres de mierda, sus hijos insoportablemente bobos y las angustias por las cuotas del coche importado y del club de campo.
-¡Joder! Vos deberías ser profesora de filosofía, según mi criterio.
-Qué, ¿acaso me vas a discriminar por mi laburo?
-Ni por asomo. Yo jamás discrimino. Aparte una cosa no quita la otra, vos sabés que en este país nadie vive con un solo trabajo. Quise decir que tenés los conceptos más claros que casi todo el mundo que conozco, cualquiera sea su trabajo o condición social.
-¿En serio, lo decís? -Preguntó con gesto casi adolescente, tan fuera de lugar en ese antro.
-¿Por qué habría de mentir? Lo digo porque ponés las cosas de modo que sienta que te estoy haciendo un favor.
-¿Y por qué suponés que yo sí te estoy mintiendo? ¿Porque soy una puta y vivo de fingir y decir mentiras?
-¿Ves lo que te digo? Me convenciste. Y si me estás mintiendo, jamás me lo digas. Detesto que me tomen por boludo.
-Entonces ponete las pilas, que sos bastante.

Pegué laburo, bebidas y sexo del bueno. No, si de vez en cuando Abdul embocaba una.
Tenía dos meses para dar forma a una redacción deplorable, de esas que da más para escribir de nuevo que para hacer correcciones.

La vida del tío aquél no resultó ni tan lacrimosa ni tan ramplona como supuse. No había conocido a su madre, y de la mano de su padre (un aventurero oriundo de Nápoles y criado en Argentina, proveniente del aluvión europeo que pobló estas pampas); había vivido de joven en Tánger, iniciando la serie de actividades delictivas que fueron cimentando su riqueza. Comenzó vendiendo hachís al menoreo, especialmente a los turistas, y luego creció en el rubro hasta concentrar la mayor parte del negocio. Más tarde, y ya gozando de esa relativa impunidad que da el poder económico, llevó su actividad en forma directa a España y Francia. Y entonces fue tentado por grupos internacionales para introducirse en el tráfico de armas. El volumen de las ganancias lo tentó, pero fue un error. A los peces más gordos les molestó la presencia del pequeño pececillo sudaca en su acuario, y además de prodigarle el rigor de los corruptos organismos de control sobre la materia, pusieron precio a su cabeza. Esas fueron las razones que lo trajeron de vuelta, y que le habían enseñado esa lección tan bien definida en el refrán que reza la codicia rompe el saco. Con suficiente dinero para vivir más que dignamente por el resto de su vida, eligió abrir el Night Club más por recreación e inclinación natural que por necesidad alguna. Y de paso, continuaba facturando. El resto, historias de amor -que supuse ficticias en gran parte-, hijos perdidos por el mundo de los que nada sabía, y todo tipo de etcéteras sin mayor entidad, que solamente tendían a apuntalar esa pretensión de nobleza oculta, la que supuestamente le permitiría integrarse a la High Society platense (vaya una contradictio in termini).

Un mes después terminé la ingrata pero lucrativa tarea (estábamos teorizando sobre la prostitución, ¿no?). Casandra venía a visitarme al menos tres veces por semana, y pude corroborar su agudeza y su calidad humana. Hablábamos fluidamente del todo y de todo -como le gustaba titular a Gurdjieff- menos de su trabajo. De eso, y de todo lo que tenía que ver con eso, no se hablaba. Lo único que una vez dejó deslizar fue que Salvador no era lo que parecía, y mucho menos lo que decía. Pese a mi insistencia, no agregó precisión alguna al respecto. Y si dejé de insistir, fue porque advertía cierta nubecita de miedo en sus ojos de almendra.
Ni bien consideré que el escrito estaba mínimamente potable, me agarró la ansiedad. Get the money and run. Así que una tarde febrero dije a Casandra:
-Che, decile a tu jefe que ya está listo el trabajo que me encargó.
-Decile vos. O acaso no es tu jefe, también…

Esa misma noche telefoneé a Salvador. Una voz mecánica me informó que el número no correspondía a un abonado en servicio. Pensando que había discado mal, volví a hacerlo. Después de la cuarta o quinta vez comencé a oler mierda. Copié el libro en un CD y salí para el bareca. Cuando ingresé, las putas -dicho con todo respeto, en el espíritu del Poeta Almafuerte, quien saludaba a sus queridas amigas (que tanto colaboraban con su manutención y por ende con su obra) a la voz de Buenas noches, señoras putas- me miraban con aire de temor, o algo por el estilo- Pregunté por Salvador, y me dijeron que no estaba. Pregunté por Casandra, y tampoco estaba. Salió una cincuentona, que al parecer oficiaba de Madama, y me invitó al reservado. La vieja aquella era fiera como tropezón en patas. Cubierta de maquillaje, con rouge carmesí medio corrido, un espanto. Sobre la mesita había una botella de Cutty Sark y un balde de hielo. La miré bien…
-¡Salvador! -Exclamé sorprendido al reconocerlo.
-¡Callate, pelotudo! -Me ordenó con voz grave. Y agregó, esta vez con voz aflautada: -Soy Clarisa.
-¿Acaso es transformista?
-Por obligación. Me están pisando los talones. ¿Trajiste el libro?
-Sí. Lo traje. Acá está. -Dejé el CD sobre la mesita.
-Bueno, acá está la guita. Me estiró un sobre. Abrí un poco para ver, eran billetes de cien dólares.
-Qué, ¿los vas a contar? ¡Guardá eso, querés!
-Epa, parece que viene mal, la mano.
-Ni te imaginás. Así que hacé una cosa: Andá y borrá de tu computadora cualquier archivo que tenga que ver con esto. Y no te lo pido por mí, te lo pido por vos. -Un cosquilleo subió por mi espina.
-Andá, dale, hacé lo que te digo.
Me serví un whisky y mientras lo bebía, rápido pero degustándolo a la vez, me atreví a preguntar:
-¿Sabe adónde está Casandra?
-Casandra me traicionó.
-¿Cómo que lo…
-Eso no te incumbe. Si no me equivoco, ya te ibas, ¿no? -dijo, mientras descorría uno de los lados de su chaleco fucsia y dejaba ver la culata de un voluminoso revólver. Tuve la presencia de ánimo suficiente para terminar el whisky y decir:
-Cierto, ya me iba. Un placer hacer negocios con usted, Sal… digo, Clarisa.
-Nunca hicimos negocio alguno.
-Claro, claro. Buenas noches. ¿Me puedo llevar la botella?
No me respondió. Así que el que calla otorga.
Salí como tromba. Necesitaba aire. No tenía la menor idea de en qué carajo me había metido. Miré si había cana en los alrededores, y bebí un generoso trago. Los dólares en el bolsillo evitaban que me sintiera un pelotudo. Pero empecé a recordar a Casandra. ¿Estaría viva? La traición a la que hizo mención el viejo loco ése, ¿tendría que ver con la relación que habíamos entablado? ¿O sería agente de INTERPOL? Vaya uno a saber. En todo caso, algo se anudó en mis tripas. Sabía que ese sentimiento era cosa de unos cuantos minutos, así que me fui cantando:

I don’t care too much for money,
Money can’t buy me love
Can’t buy me love,
Everybody tells me so
Can’t buy me love…