domingo, 25 de septiembre de 2011

COPLAS POR LA MUERTE DE MI MADRE


Rembrandt

Estoy llegando a casa luego de llevar a incinerar en un crematorio de Hudson los restos de mi madre. “Marthita Cebrián”, como le gustaba referirse a sí misma, con ese diminutivo infantil tan apropiado a su temple. Murió ayer, con sus 79 añitos recién cumplidos. Y siento que debo decir algo de ella, mucho menos constreñido o limitado ahora que no va a poder reprocharme, al menos por el momento, las pequeñas infidencias en que incurriré para elaborar este extraño réquiem de un extraño hijo para una extraña madre.
(Usted, estimado lector de mis sandeces, se estará preguntando ¿Y a mí qué carajo me importa esta historia? A lo que me encantaría responder Loco, dejame pasar una, ésta vez va por mí, ¿está?)
Marthita, aún en su último día, seguía siendo una niña, vicios de hija única empedernida de madre ídem. Para colmo sus cinco primos más directos en consanguinidad y afecto, eran todos varones. Lo que ayudó a afirmarla más aún en ese pedestal desde el cual miraba el mundo. Sanamente, sin altanerías de ningún tipo. Pero pisando nubes de diversión e ilusiones de grandeza. El mundo entero giraba en su mano. Y lo más loco es que era capaz de gozarlo.
Y en la fiesta de su vida de pronto vio aparecer un par de hijos que no modificaron un ápice la característica dionisíaca de su impronta vital. Yo, el menor de sus vástagos, recibí mucho y buen afecto de su parte. Cuando tenía tiempo, claro. Cuando algún impasse en sus correrías mentales y actividades sociales le daban tiempo. Y nunca me pareció mal, eso; por el contrario, lo entendía perfectamente. Y aprendí así que cada uno tiene su vida. Que nadie puede vivir la vida del otro, porque aparte de ser estúpido, es imposible. Siempre hubo abuelos, tíos o amigos con los cuales dejarnos. Y todos contentos.
Y Marthita era brava, también. Hacía competencias de whisky escocés con los ganaderos más borrachines de los Pagos del Tuyú; y si bien nunca ganó, los obligó siempre a irse escorando visiblemente, asombrados y diciendo Mirá que había resultáu dura, la Vasca. Y ella a su vez se iba orgullosa, colgada del hombro de mi estructurado y sufrido padre, recurrentemente sorprendido por las desmesuras de la Marthita.
Yo sé que a ella le hubiese gustado, como elemento central del panegírico, que destacase sus logros como educadora en el sistema provincial; yo la única faceta como educadora de la que puedo dar fe, es la que efectuó (si es que lo hizo) sobre mí. Su cruzado de derecha, aún con la mano abierta, era temible. Y si a alguien que quiera o pueda ver más allá de ciertos pruritos le sirve para las estadísticas, le digo que jamás se me ocurrió ni se me ocurrirá desarrollar traumas morales a partir de esos traumas propiamente dichos, tan virtuosamente ejecutados según los cánones del box. Y ello sucedió hasta la aparición del Intocable Nicolino Locche, campeón mundial welter Jr. famoso por sus increíbles quites defensivos. Marthita, en la mitad de un pasillo de la casa, me descargó uno de sus mejores golpes, medio voleado, y yo, con una flexión de cervicales magistral (gracias Nicolino) lo esquivé de modo que sus dedos se estrellaron contra la pared. Tomándose la mano adolorida me reprochó el extraordinario regate, a lo que respondí con tono sobrador: Qué querés, son los reflejos. Ésa fue la última vez que el formidable cross de derecha fue ejecutado. Nicolino, por vía indirecta, había terminado con su invicta carrera pugilística.
Y por supuesto, la educación correspondiente a la que proviene del ejemplo. Agradezco mucho esa mezcla de libertad e inconciencia que me llegó a su través, y que -si no se aplica donde no se debe- constituye un verdadero remedio para melancólicos, otra que Bradbury.
Pero nada mejor que contextuar un poco para comprender mejor sus atípicas virtudes educativas. Una de sus grandes virtudes, en éste y solo en éste sentido, fue la coherencia.
Secuencia 1, 1972 a bordo de un Ford Falcon rojo. Gabrielito saca del bolsillo del guardapolvos un atado de L&M, una cajita de fósforos y enciende uno.
-Nene, hijo de puta, ¿qué estás haciendo?
-Estoy prendiendo un cigarro, Martha, dejate de joder.
-Bueno, prendeme uno a mí. Y no se te vaya a ocurrir contarle a tu padre que hacés eso adelante mío.
Secuencia 2, 1983 a bordo de un Ford Falcon celeste. Gabriel saca del bolsillo de la campera un porro, un encendedor y lo prende.
-Nene, hijo de puta, ¿qué estás haciendo?
-Estoy prendiendo un porro, Martha, dejate de joder.
-Bueno, pasame, después. Y no se te vaya a ocurrir contarle a mi novio.

Y Marthita siguió en la brecha. Tuvo problemas de salud, algunos serios, gracias en mucho a esa visión fasta de la existencia. Pero se sacaba la máscara de oxígeno para darle al Marlboro box. Y hasta el último día se bebió sus religiosos Fernet Branca con Coca Zero. Díganme si no fue una persona consecuente.
Hubo partes feas, también, y cuestiones tal vez reprochables desde algún punto de vista objetivo, pero… ¿a quién le importa? ¿A quién podría importarle para otra cosa que no fuera victimizarse, justificar taras o deslindar torpezas?
En fin, no sé si a la Marthita le hubiese gustado mucho leer esto. Seguramente me habría puteado más de una vez. Claro que todo lo que yo escribía le gustaba, pero no era objetiva y no se trataba de ella. Sí, me hubiera puteado con ganas. Y me hubiera cagado a preguntas.
Y a mí, eso me importa un carajo.
Porque, al fin y al cabo, soy el hijo de Marthita, y ella así me ha enseñado.