miércoles, 29 de junio de 2011

SALTAR DE LA SARTÉN


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I

Era muy difícil imaginar alguna rutina peor que aquella. El fin de semana había pasado demasiado rápidamente y allí estaba otra vez, sentado en la pequeña oficina interior, sin ventanas, sometido a otro día entero sin ver casi la luz del sol; frente a la misma odiosa máquina de escribir, los mismos legajos, la misma vieja fórmula repetida hasta al cansancio para calcular el valor de la hora extra para cada administrado, los mismos compañeros, grises como él de esperar al próximo fin de semana, el que de todos modos pasaría fugazmente en su irrelevancia...
Sorbió un trago del café que tomaba desde hacía quince años. Prendió un cigarrillo de la misma marca que fumaba hacía veinte. Miró la reproducción de Monet que tanto le había gustado alguna vez, pero que ahora había devenido en una fuente de impresiones emblemáticas de su existencia deprimente por rutinaria.
“Algo tendría que pasarme, hoy” pensó. “Algo distinto, por favor”. Pero íntimamente estaba convencido de que nada alteraría su homogénea vegetación hacia la nada. “Qué va a hacer”, se dijo resignadamente, dio una pitada y con el cigarrillo colgando de sus labios puso un papel en la máquina disponiéndose a iniciar la diaria tarea, infinitamente repetida.
Pero ese día, ese día que se iniciaba tan absolutamente igual a todos los otros, ese día en el que tanto más había gravitado su pesadumbre por la medianía de su vida, iba a ocurrir algo distinto, tal cual lo había implorado. Algo que iba a dar por tierra, de una vez y para siempre, con aquel calvario oficinesco con intervalos cíclicos de fines de semana que transcurrían sin pena ni gloria.
Un amigo suyo, empleado de una inmobiliaria, fue quien le trajo una especie de luz al final del túnel. A sabiendas del gusto que tenía por la pesca y el aire libre, únicas aficiones que lo gratificaban de vez en cuando, vino a ofrecerle una oportunidad. Resulta ser que había una cierta casilla precaria implantada en plena selva marginal rioplatense, justo sobre uno de los brazos en que se dispersa vegetación adentro el arroyo Doña Flora. Si bien se trataba de un bien de escaso valor, con un terreno lindante completamente invadido por la maleza, no dejaba de dar dolores de cabeza a los dueños de la inmobiliaria. Sin ir más lejos, el último interesado había firmado un compromiso de pago en cuotas; había pagado solamente la primera y luego había literalmente desaparecido: de aquella casilla, de su trabajo y de todos los lugares que solía frecuentar. Ante reiterados fracasos por el estilo, habían resuelto venderla al contado (en un precio ostensiblemente bajo) y terminar de una vez por todas con el asunto. Ahí estaba la oportunidad, incluso para los magros ingresos de un empleado estatal.
Sí, algo distinto estaba ocurriendo. Inmediatamente comenzó a soñar, imaginando toda suerte de aventuras selváticas y raídes pesqueros a través de sus salvajes dominios.
El sábado siguiente por la mañana fueron a verla. Desde el lugar donde más se pudieron aproximar en auto, hubo que caminar más de un kilómetro por una vía de acceso accidentada y muchas veces casi inexistente. Esto no hacía más que excitar sus agrestes ambiciones. Incluso antes de verla, supo que inevitablemente la casilla sería suya, sería el promontorio desde donde observaría altivamente solitario la llaneza de la vida de relación con sus congéneres.
Finalmente, cuando la espesura parecía prácticamente infranqueable, llegaron. Era tal cual la había imaginado, salvo por un par de elementos inesperados. Uno, era la cercanía con el curso de agua (del cual emergían raíces e incluso retorcidos troncos de especies de árboles y arbustos que desconocía), que arrojaba una cierta inseguridad respecto de qué ocurriría en caso de grandes crecidas. El otro, un antiguo aljibe casi devorado por la maleza, en la parte trasera de la casa, un poco hacia el norte.
La construcción se limitaba a una armazón rectangular clásica de madera, con techo a dos aguas compuesto por las mismas tablas que las de las paredes pero cubiertas con brea. Las maderas de las paredes, sobre todo las del frente –que daban al riacho- estaban deterioradas en su base, seguramente por efecto de las crecidas. Tenía una sola gran ventana con postigos al lado de la puerta, la que carecía de cerrojo y picaporte; simplemente se cerraba con una cadena con candado que se aseguraba al marco.
Ingresaron. Como podía preverse, se trataba de un único ambiente, con piso de tierra apisonada. Sobre la pared angosta que daba al sur había una vieja cocina económica a leña. Como todo mobiliario, una mesa, una silla y un catre. Completaban el cuadro una repisa con algunos enseres, algunas ropas desparramadas, una olla de fundición sobre la cocina, una estufa a kerosene. Asimismo, unas barajas sobre la mesa en disposición inequívoca de un trunco solitario, daban la sensación de que el anterior habitante regresaría de un momento a otro. Obviamente, no tenía baño, lo que dio pie al empleado de bienes raíces para repetir el consabido chiste de que por allí afuera “era todo baño”.
En fin, aquel rústico ambiente lo fascinaba. Lo fascinaba tal y como estaba, por lo que preguntó a su amigo si el precio incluía todo lo que había dentro. Este le respondió que si ponía el dinero todo junto probablemente le enviaran algo más de regalo. De todos modos ni sabían lo que había allí dentro. Probablemente no la conocieran ni por fuera.
Así las cosas, el lunes sacó del banco los fondos necesarios y el mismo miércoles era el feliz poseedor de una desvencijada casilla con todo y porquerías a la vera de un arroyuelo afluente del Doña Flora. El resto era sólo esperar. El sábado a la madrugada iría a tomar posesión de su pasaporte a una experiencia inaudita que redimiría largos años de rutinaria desazón.
Metió la llave en el candado, la giró, quitó la cadena e ingresó. Dejó el bolso sobre la mesa, la valija de pesca en el piso y apoyó las cañas en un rincón. Juntó la ropa desparramada –que estaba sucia y aparte olía mal- y la tiró entre las plantas de la parte trasera. Era muy temprano, y a pesar de que pintaba un día soleado, la temperatura era bastante baja. Así que volvió adentro, puso unos leños en la cocina y la encendió. Tomó de la repisa una pava completamente negra de tizne, la enjuagó con una botella de agua de las que había traído, quitó un par de tapas de la hornalla y la depositó sobre la flameante abertura. Un rato después estaba sentado a la mesa tomando unos mates, mirándolo todo, especialmente las barajas. Las juntó y las contó. Estaban todas. Era perfecto.
El día de pesca no fue muy fructífero. Quizá si hubiera intentado en lugares con menos vegetación y mayor profundidad, la historia hubiera sido otra. Pero prefirió quedarse ahí, en su terruño, aún a pesar de la magra cosecha de pejerreyes.
Hacia la tardecita se llegó hasta la zona poblada más cercana y compró asado, vino, carbón, una parrilla de piso pequeña y una lámpara de gas. Cuando volvió la oscuridad avanzaba, y le costó bastante encontrar el rumbo. Ya se acostumbraría.
Sentado en aquella silla heredada quién sabe de quién, degustaba sorbo a sorbo el Rodas borgoña adquirido para la ocasión, una suerte de celebración absolutamente intimista por con su nuevo dominio selvático. Su mirada permanecía absorta, ora en la gran cantidad de estrellas que podían discernirse desde la oscuridad del entorno, ora en el rojizo fulgor de las brasas bajo la parrilla. Así también gozaba auditivamente del siseo de la carne asándose, con los esporádicos chirridos de la grasa hirviente y sus eventuales goteos sobre el fuego, todo eso enmarcado rítmicamente por varios grillos que se enredaban en contrapuntos y generaban síncopas difícilmente anticipables. Desde la perspectiva de aquella quietud pletórica, hasta su rutina laboral parecía cobrar una dimensión nueva, que de algún modo la hacía otra vez interesante, por extraño que eso le pudiera parecer.
Una vez que hubo comido, bebido y fumado como dios manda, se acostó totalmente vestido y se tapó con una frazada. Sólo entonces advirtió que no había sacudido el catre, ni siquiera se había fijado si tenía insectos, mugre o lo que fuere. Tan asimilado estaba a aquel lugar. Durmió plácidamente hasta bien entrado el nuevo día.
Entre sueños había escuchado todo un concierto de aves, algunas que reconocía, otras cuyo canto era nuevo para él; y siguió dormitando, arrullados sus gratos ensueños por la natural epifanía. Cuando por fin se levantó observó que era un hermoso día de domingo. Casi ni pescó, ya que dedicó la jornada al reconocimiento de la zona. Calzado con gruesos borceguíes y pantalones sustraídos oportunamente al ejército, se aventuró entre lodazales y malezas casi impenetrables. En un momento en que la espesura parecía cortarle definitivamente el paso, de pronto se abrió un claro ante él y asistió maravillado al imponente paisaje de un espejo de agua como de media hectárea, atestado de aves de todo tipo, principalmente flamencos. Una profunda emoción estética lo sobrecogió.
Cuando el sol comenzaba a declinar, y ya con los bultos preparados para emprender el regreso, sacó la silla al frente y comenzó casi ceremonialmente a cebar el último mate de aquella primera incursión. Había resultado todo mucho mejor de lo que había imaginado, que no era poco. Sí, alguien allá arriba lo había escuchado. Sus rutinas habían perdido pertinencia.
Mientras estaba sumido en esas felices cavilaciones creyó oír unos sonidos chapoteantes que parecían venir del arroyuelo. Pensó que podría tratarse de algún animal, y concentró sus sentidos en aquella dirección. Se levantó justo a tiempo para ver a un hombre corpulento salir del fango, casi como en una película de zombies. El hombre primero irguió el torso, luego se incorporó y extrajo cada pie, con el característico ruido de sopapa. No podía discernir ninguno de sus rasgos o de sus ropas, tan espesa era la capa de barro que lo cubría. Solamente sus ojos, más brillantes por el contraste, y que parecían exudar un éxtasis febril.
Aquel hombre comenzó a caminar con lentitud hacia el poniente. En vano le gritó “¿Quién es usted? ¡Hey! ¿Me escucha? ¿Quién es usted?”, con voz al borde del quiebre por la zozobra. El hombre ni se inmutó. Parecía no oírlo. Simplemente, continuó caminando hacia el rojo horizonte; llegó hasta el aljibe, puso un pie sobre el borde, luego el otro, y allí se dejó caer.
Luego de un tiempo que no podía precisar, tuvo la suficiente entereza como para asomarse a aquel pozo de misterio. Con mucho cuidado apartó algunas enredaderas y se inclinó con gran precaución. Solo oscuridad. Encendió su encendedor y entonces pudo ver un ligero reflejo de la pequeña llama en el fondo, a cuatro o cinco metros, como si allí hubiera agua. Y eso era todo.
 
II

La siguiente semana el eje de su problemática había cambiado fundamentalmente, y si bien ahora parecía cobrar un aire macabro, no dejaba de ser interesante. Cualquier cosa era mejor que la vieja rutina. Incluso una historia de fantasmas. Porque ¿qué había sido aquella aparición? ¿Un fantasma? ¿Una presencia telúrica? ¿Una alucinación de su temperamento acostumbrado al encierro y repentinamente intoxicado de azur? ¿O quizás el contacto con algún vegetal tóxico o visionario en su largo paseo por la espesura? En fin, prefería pensar que la experiencia no iba a repetirse. Su preciada y nueva ilusión no merecía que se obsesionara con semejantes fantasmagorías. Pensó en llamar a su amigo de la inmobiliaria, para comentarle el extraño suceso, suponiendo que tal vez pudiera tener algo que ver con la desaparición del anterior propietario. Mas enseguida desechó la idea. Estaba seguro que se reiría de él a más no poder.
Sólo le restaba esperar al próximo fin de semana. De cualquier manera aquel tétrico elemento agregaba un ingrediente fundamental, en el sentido que la casilla del arroyuelo no fuera a volverse un nuevo componente que se sumara a su endémica rutina.
El sábado siguiente estaba de parabienes. El día amaneció claro y el pronóstico del tiempo para ese fin de semana era inmejorable.
Tuvo un día espectacular. Incluso la pesca había sido abundante esta vez. Y lo mejor, el crepúsculo había transcurrido sin extraños visitantes. Cenó una abundante fritanga de pejerreyes bien rociada con vino blanco y se fue a dormir, aunque esta vez con una nueva inquietud, que hacía que esa noche difiriera ostensiblemente de aquella idílica primera.
El domingo estaba bastante más tranquilo. Sólo lo preocupaba la posibilidad de que aquel hombre fangoso saliera nuevamente en el crepúsculo, pero eso finalmente le pareció un resabio, un reflejo mental condicionado por su angustiosamente repetitiva existencia anterior. Despejados estos ligeros temores por las racionales argumentaciones que se dio a sí mismo, la pasó muy bien pescando, e incluso cobrando algunas piezas con su pistolón del catorce con caños superpuestos (que había llevado para eso, y también “por si las moscas”.)
Hacia la tarde preparó sus cosas para emprender el regreso, y tal como el domingo anterior se sentó a tomar unos mates, esta vez con el pistolón a su lado, esperando la caída del sol.
Como la tensión iba aumentando conforme llegaba el ocaso, para distraerse tomó del bolso un cuaderno y, entre mate y mate, intentó describir poéticamente el influjo que sobre él ejercía aquel lugar. Una vez terminado, lo intituló “Neologismos Bosquísticos”:

“Estoica locura satinada de harapos
que doblega especies a fuerza de conjurar quietudes
tan caras a la espesura:
trinos sinfonizan al bosque esencial
que a veces se ve atribulado por heavydeces
de gruñidos, de garras;
y después de la estridencia agreste
el silencio de la muerte que alimenta
-solamente secuenciado por un cíclico roncar
que se va perdiendo en un fade con un crescendo de gorjeos
resurgiendo en su celebración a la continuidad de la vida.
Los musgos como militantes de base
dibujan una plástica alquímicamente perceptible
sólo en esa microscópica aproximación
tan apropiada para los upless times.
Un leve rumor miriopódico sugiere
la existencia de pequeños ejércitos subterráneos
que milenariamente fieles a su índole
saludan al áureo progenitor
mientras aguardan la reflexiva lunización
en espectral descenso
mientras el arroyo y las piedras
amalgaman con su murmullo al grillístico metrónomo.

Tan absorto estuvo en su elaboración que de no ser por la luz menguante, ni se hubiera acordado del crepúsculo. Cuando lo hizo, intentó tranquilizarse lo más rápidamente posible, dado que temía atraer con su inquietud al tétrico visitante. Se dedicó a tal fin a repasar el poema, efectuándole ligeras correcciones. Fue entonces que comenzó a escuchar aquel desagradable chapaleo. Un escalofrío atravesó todo su cuerpo. Tomó el pistolón nerviosamente y se incorporó, justo cuando el hombre se erguía a su vez. Ni bien comenzó a caminar, le gritó “¡Alto o disparo!”. Ni bola. Gritó otra vez, más fuerte, con el mismo resultado. Tan asustado estaba que no dudó en disparar. Accionó el primer tramo del gatillo. Sintió el estampido y el retroceso en su mano. Algunos pájaros volaron sobresaltados. No pasó nada. Apuntó bien, aunque sabía que desde aquella distancia y con cartuchos repletos de perdigones no podía fallar. Contrajo su índice con fuerza, hasta el final. Sonó otro estampido. El hombre de barro continuó su marcha, impertérrito; otra vez subió sobre el borde del viejo aljibe y se dejó caer en su interior.
Estaba frenético. Corrió hacia el macabro pozo de agua, pero en el camino recordó que en la oportunidad anterior había resultado totalmente infructuoso. Entonces, en su desesperación por encontrar alguna pista que arrojara luz sobre semejante misterio, se volvió y enfiló raudamente en dirección al arroyuelo, precisamente al lugar de donde aquella cosa había salido. Atolondrado por la premura y el shock emocional, pisó mal en uno de los irregulares bordes, resbaló y fue a dar en medio de un tembladeral. El cieno era tan blando que inmediatamente se hundió hasta la cintura. Quiso mover las piernas para acercarse al borde del cual se había desbarrancado, pero se hundió más. Aterrorizado, casi ni respiraba; de todos modos advirtió con pánico que quedándose quieto solamente prolongaría su agonía, porque aunque lentamente, seguía descendiendo. Miró el inútil pistolón en su mano derecha. Si al menos hubiera tenido cartuchos encima, podría haber terminado allí mismo con todo. Lo arrojó con ira, y se hundió un poco más.
La luz se iba extinguiendo, igual que él. Como en un sueño, recordó que a un personaje de un cuento de Julián Centeya, cuando se encontraba en igual situación que él, un enemigo le había dicho: “Agarrate del aire, hijo de puta”. Se lo repitió varias veces a sí mismo, sobre todo cuando el agua fangosa se acercaba ya a sus orificios respiratorios. Entonces gritó, gritó, gritó, y fue en vano. Seguía gritando cuando las circunstancias lo obligaron a mezclar sus alaridos con toses. Luego, la negrura final y el silencio. Se debatió sordamente mientras sus pulmones y su estómago se llenaban de cieno, impulsado por las bocanadas tremendas que promovía su descontrolado diafragma. Ya no pensaba, todo lo que iba quedando de él podía resumirse en un desesperado anhelo por un poco de aire, que se extinguía gradualmente junto con su conciencia. Sólo restaban unas cuantas convulsiones y un tremendo dolor generalizado, como millones de agujas clavándose en todo su ser.
Eso parecía ser todo. Pero no. Una mínima molécula vital que parecía indestructible lo tranquilizaba, diciéndole que pronto llegaría el atardecer del domingo, y que entonces podría salir a dar un paseo hasta el aljibe.