martes, 7 de junio de 2011

Propaganda multimediática: de Nietzsche a la guerra del petróleo


Dimes y diretes, clones mentales y desoxirribonucleicos, y el fantasma de Nietzsche sobrevolando y provocando aún argumentos encontrados acerca de su responsabilidad ideológica o no en los abusos del fascismo germano. Enfáticamente, los intelectuales continúan un juicio evidentemente menos sumario que el de Nüremberg; y el pobre sifilítico -quien ya fuera exhibido devastado por la enfermedad, sentado como un muñeco viviente en su propio museo-, aún permanece sentado también en el banquillo de los acusados, imputado de haber pensado quimeras que luego fueron exacerbadas por una banda de asesinos dementes, los que invariablemente tiñeron de aberraciones criminales todo discurso pasible de manipulación masiva.
Qué quieren que les diga, para mí es como condenar al que fabricó el cuchillo sin saber que su comprador iba a usarlo en un hecho de sangre, pero qué sé yo... puesto en situación, y con todos los flagelos encima, quién sabe para dónde habría disparado el pobre Federico, quien a pesar de todas sus bravuconadas superhumanas, era solo un hombre, no obstante el gesto hiperbóreo y los autoritarios bigotazos. Filosofías sañudas, intemperancias fundadas en tradiciones gnoseometodológicas manipuladas en orden al grado de furor imperante, marea mental que de pronto se absolutiza en la intención dominante, los voluntariosos bueyes de Schopenhauer sujetos al arado en comando del desencajado aforista, y la coa de ambos destripando terrones de clásicos humus griegos y judeocristianos. Al menos desde el tesoro de los Nibelungos hasta el petróleo iraquí es notable esa pasión desmesurada por poderes y subsecuentes riquezas que los hagan ostensibles, la vida y muerte de los simples al servicio de la grotesca iniquidad de los poderosos, acuñando un sistema cultural cuyo flagelo se ha acrecentado incluso hasta estos días, y tal vez con mayor virulencia, de la mano de la evolución tecnológica. Vemos soldados de cerebro pulcramente lavado a través de slogans patrióticos tan falsos como lo es la representación del oro en papel pintado, cuando no chantajeados en base a promesas de pertenencia al opulento imperio que los empuja al exterminio. Soldados que luego, y frente al horror que les fue ocultado hasta el último momento (siendo que el último en estos casos suele ser, literalmente, el último), advierten la manipulación y se deshacen en conciencia súbita y arrepentimientos, cuando no en el fuego del enemigo. Banderas negras de luto y petróleo, banderas blancas estigmatizadas por eritrocitos estupefactos ante su extracción violenta, coches bomba, aviones bomba, humanos bomba, correos carbuncosos, presuntos héroes hiriéndose a sí mismos para salir del aterrador atolladero, mandatarios evaluando de modo tardío las que se “mandaron”, advirtiendo que se “mandaron” y que no pueden sacar los pies del plato sin más eritrocitos y tripas eyectados; pero claro, no son los de ellos ni los de los suyos, sino de esa entelequia llamada “pueblo” que no es otra cosa que carne de bomba, sobre todo si la coloratura de su piel sugiere origen étnico tercermundista. En fin, últimas imágenes de una cultura víctima de la entropía íncita ya en el origen de sus taras constitutivas. Genealogía del absurdo arborecida en masacres, en ramificación de cánceres transitivos cuyo código de transmisión comporta mecanismos catalizadores de imbecilidad, avidez, desasosiego, codicia, inseguridad que se expresa agresivamente y todo el cúmulo de emociones negativas que, a ultranza, redundarán inevitablemente en los mismos males que su necia y cobarde intemperancia trata de sortear. La serpiente que se muerde la cola está lejos de cerrar su círculo de autocomplacencia, ya que difícilmente deje alguna vez de autofagocitarse. Y de demonizar al otro sin advertir la propia basura innata y adquirida. En fin... fuego, agua, o ambos, agentes de la asepsia cósmica, parecen cada vez más cercanos a ejercer su función detersiva, por otra parte tan anunciada a lo largo de la historia. Y toda la inconsecuente parafernalia humana será acotada a la magnitud ínfima de su arrogante ignorancia, tabulando quizá el terreno para una nueva oportunidad genérica.
Y ahora que lo pienso, tal vez tenía razón el pobre loco de Nietzsche, cuando hablaba de la necesidad de precipitar los cambios, coadyuvando a la desaparición de los segmentos débiles del tejido social. El tema es desenmascarar a los poderosos, enfrentarlos a la fragilidad parapetada tras el acero de sus cañones. Los aparentemente débiles no llevan máscaras, pero una fortaleza bien real se esconde en su humildad generosa, templada en la fragua del sacrificio cotidiano.