viernes, 10 de junio de 2011

Este esquivo ectoplasma mío

El tipo silba. Lo escucho, a la noche, en la habitación contigua. A veces, hijo de puta, se pone a silbar la melodía que estoy pensando.
Entonces yo, duro como una piedra, me la paso continuamente recordando todo lo que tengo que recordar, haciendo todo lo que tengo que hacer, dejando jalones de energía por acá y por allá, restándosela al tipo, que sin embargo, y por suerte, silba. Creo que quiere que yo sepa que anda por ahí.
A veces lo siento hurgando en mi biblioteca. Imagino que sus manos inconsistentes pueden leer en el interior de los libros a través de una suerte de braille extradimensional. Sospecho que curiosea los libros que he comprado y no he leído, ¿qué caso tendría que consultara los otros? Aunque tratándose de mí... pero en fin, quién sabe cuáles serán sus designios; en todo caso está donde no debe estar, a causa mía, y me lo hace notar constantemente.
Cuando voy a mi cama puedo percibir como me acecha desde dentro del placard, colgando como un murciélago y considerando si merezco ir con él a dar un paseo por sus volátiles reinos. O si, como la mayor parte de las veces, debe dejarme hundir en el sueño como la piedra que soy, y que indefectiblemente emergerá tiempo después, abrigando la misma oscura paranoia materialista que rige sus rutinas.
 
El tipo silba. Porque sabe que si hay algo a lo que soy susceptible, es a la música. Me sugiere melodías y yo pienso “qué lejos están mi teclado y mi Telecaster”; bueno, tal vez en otro momento. Y entonces él silba y silba tonadas sugestivas mientras yo permanezco encadenado a esta birome y a este cuaderno en mis escasos momentos de lasitud. Es todo lo que puedo permitirme en tanto no pueda abordar al que silba.
Pero estaba hablando de música. A veces coincidimos (casi estaba tentado a decir que en tiempo y espacio) mientras, con cualquiera de los gringos bateristas –Mario o Pierín- sosteníamos tremebundas bases rítmicas para que el Chino descerrajara algunos de los solos de guitarra más inteligentes que he oído. Durante esas improvisaciones, de las que conservo algunas cintas que pude rescatar de las mutaciones, sentí la polisincronía de nuestras diversas esencias. Sentí patentemente ese burbujeo interior que únicamente pude experimentar cuando el tipo me permitía gozar de sus oníricas delicias. No en vano el contacto siempre se establecía a través de los micrófonos de mi vieja Telecaster. No me pregunten por qué. Sólo puedo decirles que en un determinado momento soñaba con mi guitarra, focalizaba mi atención en los micrófonos y poco después el tipo se incorporaba, y yo comenzaba a burbujear, y con entusiasmo infantil sentía que ya podía emprender el vuelo. A veces, escuchando a los Redondos, logramos ligeros acuerdos, pero él en su habitación y yo en la mía.
Pero lo que más me molesta es cómo ocupa los espacios que voy dejando o a los que voy perdiendo acceso en virtud de mi creciente densidad. Por ejemplo: habla con mis plantas. Son mis plantas, y sin embargo hablan con él. Y de esta manera no tengo acceso a información que seguramente me ayudaría a vivir mejor. Pasa un montón de tiempo con ellas en el balcón, escarceando risas y haciendo fluir de unos a otros sutiles semióticas. Y yo sólo en el living mirando estúpidos programas de televisión. Resulta que soy el que banca la casa y termino de pichi. Mas finalmente entiendo, si no cabe duda de quién es el más torpe; yo en su lugar haría lo mismo.
También he coexistido con él a veces mientras jugaba al fútbol. Pero solamente de a ratitos. Quiero decir, el tipo es muy exquisito. Cuando juego mal –que sucede la mayor parte de las veces- no está en la cancha, ni en sus adyacencias. Pero a veces me inspiro y siento que es él el que me insufla una cierta velocidad mental, un oportunismo y una repentización extras que me permiten enhebrar extraordinarias jugadas, que terminan invariablemente en gol. Entonces la bestia –o sea, yo- brama desaforadamente en celebración ególatra mientras él se regodea tranquilo en la consumación de una plástica que resulta muy cara a su modalidad de ser; supongo que porque es una de las pocas cosas gráciles que aún puede obtener de mí. Luego ya no está más, y vuelvo a ser el picapedrero y tosco volante tapón (ante el desconcierto de mis compañeros de equipo que no atinan a comprender el porqué de esos repentinos y fugaces ataques de habilidad).
 
“Sospecho que debería tratar de acercarme a él con más ahínco, poner un poco más de atención en su cuidado. Pero como de alguna extraña manera se trata de mí, lo intuyo malicioso y dado a pequeñas violencias en trance de bajar línea. Pero... ¿qué otra me queda? ¿La vieja piedra que se seca y cría verrugas?
Seguramente a alguien como él se refería Hesse cuando decía que dentro de uno hay alguien que lo sabe todo. Yo no creo que él lo sepa todo. Pero seguramente sabe más, o quizás de otro modo. En la Facultad me enseñaron todo ese rollo de la abstracción como recurso metódico tanto para la ciencia objetiva como para la investigación filosófica, pero una cosa es abstraerse desde sangre tripa y hueso y otra muy distinta es “ser” abstracto. Es mucho changüí.”
 
No le interesa mucho el cine. Lo he atisbado por ahí con Tarkovski, quizás con Kurosawa. Capaz que es un intelectual; o tal vez sea que tiene tan pocos referentes… aunque un día lo sorprendí conmovido por una de esas fantasías yanquis cargadas de efectos especiales, anonadado en una sensación ambigua entre risa y pena.
Disfruta mucho, eso sí, de Tex Avery. Es que el tipo es como un barrilete. Uno puede remontarlo con dos años o con noventa. Incluso, los extremos parecen estar más cerca de la magia, del vuelo etérico. La viga se dobla por el medio, y muchas veces tironeamos tanto que el piolín se corta y perdemos la cometa; entonces sólo nos queda periclitar miserias somáticas hasta la extemporánea muerte. Pero creo que una cosa así ya la dijo Eladia Blázquez. Y con música, como le gusta al tipo. Aparte parece que ya estoy apelando a una metáfora de segundo orden.
También podría decir que es absolutamente lunático. Aún sin esfuerzo puedo notar lo sensible que es a las fases del astro. Se debilita en menguante, y en los plenilunios de cielo despejado hay veces que me asusta, tan evidente como externo que se pone. Tal vez el rielar impresionista de su luz refleja se parezca mucho más a los diáfanos ambientes que le son propios, y por tanto se encuentra mucho más proclive a mostrar un poco más sus virtuales inherencias. Seguramente por estas aficiones también fue que lo noté excitado cuando leía sobre místicas lunares. Si bien no se movía, en virtud de su tensa concentración, se volvió muy ostensible ese barbotar burbujeante que le es propio. Diría incluso que bullía cuando leí el sueño con que Gustav Meyrink inaugura su célebre novela “El Golem”. Eso me indujo a sospechar que esa página era la mejor descripción de percepción selenita alcanzada por un cuerpo formal ocasionalmente planetizado, por así decir.
Mas de alguna manera debo admitir que me necesita mucho menos que yo a él. A medida que voy hilvanando fracasos y me voy poniendo más rígido, él va tirándome una y otra vez sucedáneos, como quien cuida un huerto cada vez más estéril.
 
“Después viene Chicho y me dice que leyó que el sentido común son los sentimientos, y yo digo puede ser, y me acuerdo del tipo. Prefiero mantener el pellejo antes que los principios, y él no está muy seguro de que ésta sea la mejor manera de conservarlo. ¿Que quién no está muy seguro, si Chicho o el tipo? No sé. Creo que los dos.”
 
Pero pongo pecho al gélido invierno y hago como que me la banco solo (tengo que condimentar un poco mi costillar para dar materia prima a la mano fantasma que sostiene la pluma; eso, mientras pueda seguir haciéndolo, antes de que decida proseguir ocultando criptogramas mutantes en cajas chinas, tan frondosas como su talento evanescente).