sábado, 7 de mayo de 2011

Soldado de videla I



A eso pensaba llegar, eunuco mental, con este exordio cuasi barthesiano del que, tal vez justicieramente, ambos hicimos escarnio. De esos copos ígneos que van disolviéndose, oxidándose y fundiéndose como las celdillas de una memoria electrónica binaria que la va palmando. Es como encender una llama con el último fósforo, y arrimar leñames de reminiscencias a punto de caer en la entropía final, para que crezcan en la hoguera como una especie de arbusto flameante, cargado de sabrosos y calientes frutos. Tal vez algunos puedan quemar más que un burrito en Chapultepec, y otros resultar desagradables, y aún horribles. Pero ninguno será servido frío. Tá bien, tá bien, la bebida sí. Pero para eso el alcohol enciende, solamente es frío en su potencial, sólo para ser de lo más caliente en acto.
Un proyectil. Un proyectil 7.62 de los fusiles F.A.L. del ejército argentino de los setenta. Aquí, ahora, más de treinta años después, girando entre mis dedos. Un macabro souvenir de las tormentas. Un simple proyectil, tal vez algo pequeño y no muy impresionante a la vista, porque, claro está, ha sido despojado de su gran vaina. Tan pequeño y tan tremebundo en su capacidad asesina. Aquí está. No soy afecto a guardar cosas, quizá algún elemento vinculado a ciertos periplos gratificantes. Mucho menos fragmentos del infierno. Y entre las poquísimas cosas que me han seguido a través del tiempo y el espacio, a través de avatares y mudanzas mil, hete aquí a mi pequeña bala, un símbolo acuciante y forjado en metales que resisten cualquier hoguera de amnesias múltiples.
Bala que nunca asesinaste, gracias al fortuito hecho de haber caído al bolsillo de un pacifista pendenciero, mereces el homenaje de una buena historia.
El furgón de cola oscilaba en los vaivenes acompasados por esa percusión rítmica propia del ferrocarril, y apiñados en su interior, hacían lo propio unos cuantos jovenzuelos con expresión de pesadumbre, cuando no de miedo. En realidad, esas dos emociones estaban reflejadas en todos, según el porcentaje de ambas que cada uno sufría en tales circunstancias.
Minutos antes habíamos abordado el tren en la Estación del Roca en 1 y 44. El pasaje gratis para abordar tan poco elegante vehículo corría por cuenta del ejército argentino, un par de años después del golpe de estado que había llevado al poder a videla y la caterva de militares, empresarios y terratenientes responsables de la peor masacre de nuestra historia. Y nosotros, pobres diablos, íbamos camino a ser su brazo armado, carne de cañón o simples sirvientes con entidad de cucarachas, a quienes podían pisotear sin más. Rato después estaríamos en la puerta del batallón.
Pero la historia comienza allí, en ese furgón, sentados sobre el piso de metal mugriento y bamboleante.
Un flaco con traza de bobalicón consentido, sentado a mi izquierda, comenzó a sollozar. Lucía desolado -como a la sazón deberíamos hacerlo casi todos, menos los que atisbaban como grata novedad la de comer todos los días-. Un par de orejas apantalladas enmarcaban el rictus de angustia. Sentí una incómoda empatía hacia él. Por experiencia sabía que la empatía por el más débil derivaba inexorablemente en exposición del propio pellejo en ajenas causas.
-Hey, vos, qué te pasa, maricón del orto -le dijo un morocho trompudo, que tal parecía que quería sacar chapa de poronga a costillas del más vulnerable. Desde alguna ignota radio se podía oír a Jagger chillando “hey, you, get off of my cloud”.
-Dejalo tranquilo, al pibe -dijo un gordo rubión, lo suficientemente grandote como para bancar la parada y lo suficientemente gringo como para compadecerse del sufrimiento ajeno.
-Sí, loco, cortala -dije a mi vez, aprovechando la coyuntura abierta por el gringo para liberar mi conciencia. El trompudo nos miró alternadamente, como cotejando la potencialidad concreta del enemigo, y resolvió meter violín en bolsa.
(El orejón seguía sollozando, y era como el heraldo del Apocalipsis. Íbamos camino a empuñar las armas del enemigo contra nuestra gente. Contra nosotros mismos. Vaya un doble vínculo esquizoide, ¿no? Nuestro pequeño bagaje experiencial sólo nos permitía entonces intuirlo, pero… ¿qué carajo en el mundo es más contundente que la intuición, y más a esa edad?)
“Hey, you, get off of my cloud”
Todo bien Mick, con tu nube exclusiva y tus asientos de primera clase en british airways, pero yo no voy en tren, voy en furgón.