sábado, 28 de mayo de 2011

Filaria

I

Wiku daba los últimos retoques al pulido de la estatuilla que había estado tallando, con la que iba a tratar de convencer a Jarjar, la hechicera, que lo aceptara como aprendiz de sus artes mágicas. Había trabajado en ella durante siete lunas, pero había valido la pena. El orgullo relucía en sus ojos al contemplar el icono, pensaba que hacía mayor justicia al Dios del río que cualquier otro que hubiese visto antes. Después de un escrupuloso cotejo, decidió que no había ya más que hacer, que el acabado de la pieza era inmejorable, y echó a andar, liviano y con paso seguro, a la choza de Jarjar, allí al lado de la cascada de cuyo guardián era amiga y podría decirse que ama. Tal era el poder de sus conjuros.
Ni se agitó al trepar la escarpada pendiente hacia la choza de Jarjar, erguida en un promontorio, aunque casi oculta a la vista por la exuberante vegetación que, pletórica de humedad por los efluvios de la cascada, cubría toda la zona. La llamó, con una mezcla de ansiedad y temor reverente.
-¿Qué estás molestándome otra vez? –Dijo Jarjar, atravesándolo con la profundidad de sus ojos azabache.- ¿No te he dicho que no quiero ninguna clase de tratos contigo?
Wiku bajó la cabeza, y para su desgracia se percató de que una gota de saliva se había escurrido entre sus labios, cayendo sobre la hierba, lo que motivó el agudo escarnio de la hechicera:
-¿Ves que eres un torpe niño que aún se babea? Vuelve cuando termines de cortar los dientes, so imbécil.
-Te he traído un regalo –se animó a decir Wiku, con voz trémula, las manos apretando la estatuilla contra su trasero.
-¿A ver? ¿De qué se trata? –Inquirió ella, sin abandonar el tono intimidante pero dispuesta a darle una oportunidad a la codicia.
-He tallado una imagen de Ontiku, el Dios que vino del este.
-Guárdate, idiota, de tan sólo pronunciar su nombre. Tienes suerte de que no ande por aquí, de que tenga asuntos más importantes en qué ocuparse. Y mucho más te valdrá que la imagen ésa que dices no vaya a ofenderlo aún más que tu arrogancia.
-Puedes juzgarla por ti misma. Es tuya –dijo, y se la tendió. Jarjar la tomó, y pese a que mantuvo el ceño fruncido, Wiku sintió que la había conmovido.
-Bueno, parece que te has esmerado. –Concedió finalmente la bruja, mas se apresuró a añadir: -Igual, no vayas a pensar que por esto voy a transmitirte mis poderes.
-No, Jarjar, nada me honraría más que eso, pero sé que no soy digno.
-Bueno, no me hagas perder más tiempo, vete ya.
Apesadumbrado, iniciaba el descenso cuando oyó que le decía:
-Espera un momento. Tal vez te dé una oportunidad, si demuestras que tienes coraje.
-Pídeme lo que quieras, y te lo demostraré –aseguró Wiku. Su organismo, saturado de secreciones adrenalínicas, le impedía medir las eventuales consecuencias de tal arrojo.
-Pasa, tal vez puedas hacer algo por mí.
Por primera vez ingresó a la choza de la bruja. Enseres, objetos de culto, imágenes y fetiches estaban diseminados por doquier. Se sentaron sobre la tierra apisonada, y le ofreció zumo de frutas y frijoles. Wiku no tenía hambre, mas no se atrevió a rehusar.
-Ontiku está muy enojado –comenzó a decir, y al instante el muchacho supo que su prueba consistiría en hacer algo que ayudara a serenar al Dios. Y sintió que tenía que decir algo.
-Eso es malo –observó.
-Claro que es malo, estúpido. Ontiku me ha hecho saber que está enojado porque un intruso ha llegado a estas tierras. Uno muy peligroso, que trae consigo una maldición, la misma maldición que lo obligó a venir aquí, la misma que acabó con sus antiguos sacerdotes, en las tierras en las cuales se pone el sol.
-¿Qué debo hacer? –Preguntó, ahora su ansiedad provocada por el temor ante el posible enfrentamiento a un poderoso hechicero.
-¿Qué crees? Localizar y matar al desgraciado antes de que lo haga él con nosotros, valiéndose de sus malas artes.
-¿Cómo podría hacerlo si no me enseñas antes los secretos de tu magia?
-Ése no es mi asunto. Es evidente que Ontiku te ha enviado a mí con esta preciosa estatuilla como señal. Él es el único que puede ayudarte, y parece que está dispuesto a hacerlo. Ahora vete, no hay tiempo que perder.

II

Así comenzaron los merodeos de Wiku por los alrededores del lugar en el que vivía, un asentamiento de cinco o seis grupos familiares en los que costaba discenir relaciones parentales muy concretas, por cuanto estaban fusionándose según los azarosos tropismos de la sexualidad caribeña. Eran parte de tribus que habían sido forzadas a la diáspora, por la necesidad de permanecer discretas e inofensivas a los ojos de esos hombres pálidos tan despiadados que venían en los grandes barcos. Durante dos días acechó cuanto lugar le parecía apto para refugio, o escondite, pero no halló indicio alguno del intruso. Caminaba agazapado entre la espesura con paso ligero, era menos que una sombra en la danza de claroscuros ejecutada por el sol y la foresta.
Al atardecer de la tercera jornada, cuando había empezado a formarse en su mente la idea de que acaso todo aquello no era más que una ocurrencia de Jarjar para fastidiarlo, tuvo un atisbo. Le pareció ver una sombra deslizándose entre las rocas de un congosto formado por el río. Se quedó congelado. Tal era el temor que sentía ante la posibilidad de confrontar con un poderoso hechicero, tan intenso que hubiera preferido que fuese un jaguar. Al menos podía intentar repelerlo con su cuchillo, el cuchillo que apretó en su diestra, con el que había tallado la imagen de Ontiku, el que esperaba ahora le ayudase en ese trance.
Observó el lugar y vio cómo la sombra, evidentemente de configuración humana, parecía asegurarse que nadie le estaba viendo, e iba ganado confianza y mostrándose más a medida que crecían la oscuridad y la certeza de que no había nadie por allí. Entonces Wiku advirtió que era un hombre de piel muy oscura, casi negra, lo que hizo que se explicaran inmediatamente sus hábitos nocturnos. Traía consigo una lanza. Probablemente salía del escondrijo a tratar de cazar su sustento. El moreno ascendió por el talud pedregoso, mostrando una cierta dificultad en su pie izquierdo. Tal vez tomaría en su dirección, así que Wiku improvisó un plan: trepó con agilidad al árbol más cercano, por suerte de copa frondosa, y esperó. Sus conocimientos de los meandros selváticos parecían ser igualmente asequibles al hombre de piel negra, ya que siguió el camino que había supuesto. Cuando, completamente desavisado, pasaba por debajo, Wiku saltó sobre él y le asestó un sonoro golpe en la cabeza con el mango del cuchillo. No había querido matarlo, pero no estaba seguro de no haberlo hecho. De cualquier modo, para evitar sorpresas, buscó fibras y lo ató fuertemente de las muñecas y al tronco de un árbol. En la oscura noche Wiku permaneció en guardia, lanza y cuchillo en mano. El negro aquel, al que ni siquiera veía en la oscuridad, era un brujo poderoso, y tal vez pudiera secarlo con sólo dirigirle una mirada. La alternativa era matarlo allí mismo, antes de que volviese en sí, pero había oído decir que comer carne de hechicero mientras éste aún estaba con vida, transmitía mejor los poderes espirituales de uno a otro. Decidió correr el riesgo. Quizá no fuera tan poderoso como para ultimarlo con un simple vistazo. Si lo hubiese sido, no habría caído en una trampa tan burda e improvisada como la que le había tendido.
A poco sintió un olor extraño, desagradable, como de algo putrefacto. Pensó que tal vez el brujo había soltado el vientre cuando sufrió la conmoción. Momentos después dos brillos blancuzcos, ominosos en el marco de densa oscuridad, le señalaron que había despertado.
Ninguno de los dos habló, intuitivamente sabían que jamás conseguirían entenderse de ese modo. Sin embargo, en la mirada que ambos sostuvieron a lo largo de la noche, con toda seguridad un sinnúmero de mensajes sutiles deben haberse dejado trasuntar. Cuando la luz diurna fue regenerándose, Wiku pudo ver cada vez más en detalle y con creciente repulsión, el origen del hedor.

III

La pierna izquierda del moreno era un cuadro monstruoso. Hinchada, deformada, como cubierta por escamas supurantes y con moscas y otros insectos pululando, atraídos por la acre pestilencia. Wiku, al borde la náusea, llegó a la conclusión de que jamás comería de ese asqueroso brujo, ni aún las partes aparentemente buenas, vivo o muerto. Quizá traía en su propio cuerpo la peste que había diezmado a los sacerdotes de Ontiku en las tierras occidentales más allá de las grandes aguas. Tal vez lo mejor era incinerarlo allí mismo y acabar de una vez con el intruso y su peste. ¿Acaso ésa sería la voluntad de Ontiku? ¿Cómo podía saberlo él, ajeno como estaba a cualquier relación personalizada con los dioses? No le parecía apropiado ir a preguntarle a Jarjar, porque ello suponía darle chance de escape al brujo, chance que seguramente estaría en condiciones de tomar, aún siendo un curandero de poco vuelo. Wiku no sabía qué era lo correcto en esa situación, y plañía interiormente al Dios del río, para que le dé una señal, para que lo ayude a ejecutar la obra que él mismo le había encomendado. El moreno pareció advertir sus tribulaciones, y comenzó a hablarle. El discurso, ininteligible para él, fluía por entre los gruesos labios más que nada para apoyar las ideas que intentaba transmitirle por gestos y señas, que se veían acotadas a una mínima expresión por cuanto tenía las manos atadas a la espalda. Lo único que quedó claro al muchacho fue que el negro maldecía su suerte, que su angustia era real, y que pretendía utilizarla para despertar sentimientos piadosos en él. Y ello lo arrojó a un estado de desesperación, a un estupor en el que sus dudas crecían vertiginosamente. Gritó al brujo que callase, amenazándolo con su propia lanza. El brujo obedeció, mas continuó llorando en silencio, lo que acentuó el desasosiego de Wiku, que se sentó sobre la hierba intentando clarificar su mente. No sabía qué hacer. Tampoco Ontiku parecía ayudarlo mucho que digamos en la emergencia. Había una única posibilidad: tratar de ponerse en el lugar de Jarjar. Ella sabría muy bien qué hacer, y el muchacho no podía pretender interpretar los deseos del Dios del río, pero sí podía figurarse lo que haría Jarjar en aquella situación. Mal que pesara al extranjero de la pierna putrefacta, una inferencia simple lo llevó a la conclusión de que la bruja lo habría ofrendado como sacrificio al Dios del río.

IV

Caminó hasta el río, por suerte a unos cuantos pasos, por lo que no debió dejar solo mucho tiempo a su prisionero. Llamó a Ontiku a voz en cuello. Si acudía, estaría dándole señales de que estaba listo para recibir la ofrenda. Ontiku no se hizo esperar. Casi inmediatamente divisó las rugosidades de su piel, en las mínimas partes que podían verse recortadas sobre la superficie del agua, acercándose lenta y majestuosamente. Quedó pasmado ante el portentoso tamaño del saurio, pero no se detuvo en esas consideraciones, sino que corrió a ejecutar de una buena vez un acto que estaba reñido con su talante, poco dado a agresividades de cualquier índole. Con su cuchillo cortó las fibras que lo amarraban al árbol, cuidándose muy bien de que sus muñecas permanecieran atadas. Luego le indicó incorporarse, y a punta de lanza lo condujo al sitio desde el cual sería despeñado. Antes de llegar, y al parecer conciente de lo que iba a ser su destino final, el supuesto brujo se volvió de golpe y le arrojó un cabezazo que apenas si pudo evitar echándose hacia atrás; pero lo que no pudo evitar fue la mordida que, mientras el moreno caía de bruces a resultas del impulso, llegó a propinarle en el tobillo derecho. Asustado, asqueado y fuera de sí, lo atravesó con la lanza por la espalda, caído de bruces como estaba. Los gritos del intruso, desgarradores al comienzo pero mermando a medida que la vida se le escapaba, se perdieron en la espesura con su aire de fanfarria fúnebre.
Corrió hacia una corriente de agua secundaria e hizo sangrar la herida del tobillo todo lo que pudo, como lo habría hecho con la mordedura de cualquier animal venenoso. Luego preparó un emplasto de hierbas medicinales y se lo aplicó. Mas en su fuero íntimo se sentía infectado, convencido de la futilidad de tales procedimientos. Cuando regresó al sitio del desastre, encontró que el hechicero ya había muerto. Arrancó un par de hojas grandes y resistentes, las interpuso entre sus manos y las del brujo, aún atadas, lo arrastró hasta el río y lo arrojó. Ontiku no se dejó ver, quizá ya ni estaba por allí. Wiku se quedó mirando el oscuro cadáver, que flotaba y desaparecía aguas abajo.

V

La mordedura se había infectado. Hasta allí era algo normal, todos sabemos que si hay heridas que se infectan son las de esa clase. Pero el instinto le decía que había algo maligno en ella. Decidió enfrentarse con Jarjar y contarle los sucesos tal y como habían ocurrido. Seguramente hallaría todo tipo de razones para demostrarle que había sido un idiota, pero ella era la única que podría ayudarlo si esa horrorosa peste le había sido contagiada.
No consiguió sino lo previsto en primer término, esto es, insultos, descalificaciones de todo tipo e incluso mayores zozobras. La hechicera le había asegurado que no existía mejor manera de ofender a un Dios poderoso como Ontiku que arrojarle un cadáver como tributo. Y que la peste sería una bendición para él, si es que conseguía matarlo antes de que Ontiku viniera a cobrar la afrenta. Estaba solo, aterrado y sin esperanzas, sobre todo cuando apenas pasados dos días los bordes de la herida comenzaron a hincharse y a adquirir un color ceniciento. Durante el breve lapso que pudo disimular el estigma, trató de comportarse normalmente, de disimilar los alcances de una tragedia inminente, a sabiendas de que si la gente de la aldea lo descubría, daría con sus huesos en la soledad del monte, como probablemente le había ocurrido al hombre negro al que había dado muerte. Pero el tobillo se hinchaba, la extraña eczema cubría cada vez mayor superficie en su cuerpo, así que acopió una buena cantidad de víveres. Había decidido encerrarse cuanto tiempo le fuese posible en su pequeño toldo de ramas dobladas en arco, cubiertas de follaje.
Había conseguido disuadir a los pocos que acudieron a ver qué le ocurría, argumentando que había tenido un sueño, en el cual el propio Ontiku se le había aparecido y le había exigido que se encerrase hasta que le fueran entregados poderes especiales. Tal vez así conseguiría que la gente le alcanzara guajes con agua y alimento, y, llegado el caso, trataría de sugerirles que los poderes chamánicos trajeron como contrapartida la deplorable condición de su físico, y de ese modo no lo echarían de la aldea. Para cuando el rumor llegó a oídos de Jarjar, casi la totalidad de su piel se había cubierto de escamas supurantes, y sus testículos se habían hinchado de igual forma que el tobillo en el que el hombre negro lo había mordido. Su mente se agitaba frente a la oscuridad de una muerte tan aciaga, de una maldición tan ominosa.
Poco después tuvo al menos el bálsamo de la ceguera, que le negó la visión (aunque vaga, en la penumbra de la tienda) de su cuerpo, tan obscenamente enfermo. Dejó de alimentarse, decidió dejarse morir. Una noche soñaba que era apresado por una enorme serpiente, que lo apretaba hasta sofocarlo, mientras clavaba sus terribles ojos en los suyos y le escupía al rostro salivas urticantes, cuando oyó que alguien lo llamaba, desde otro mundo, y despertó.

VI

-¿Quién?
-¿Despertaste, estúpido? –Preguntó Jarjar, en voz baja.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Vine a ver quién era el idiota que estaba tratando de hacerse el brujo, aunque siempre sospeché que se trataba de ti.
-Vete. Ya que me has mandado a la muerte, al menos déjame morir en paz.
-Calla, idiota. Sé que estás muy enfermo, pero tal vez pueda curarte.
-No hay cura para mi mal. Ya estoy ciego, y mi piel es la de un monstruo. Los dolores a veces se vuelven intolerables.
-Oye, te digo que puedo curarte, y evitar que toda esta gente prenda fuego a tu tienda contigo dentro. Si consigo sanarte, tal vez hasta te tomen por brujo, quién sabe.
-¿Y por qué harías eso?
-Porque me gustó tu estatuilla; porque creo que, tal vez de un modo equivocado, has intentado prestar servicio a Ontiku. Y sobre todo, porque ha sido el propio Ontiku quien me lo ha ordenado.
-Yo sabía que el Dios del río iba a ser magnánimo conmigo, que iba a valorar mi pura intención de servirlo...
-Deja de mentir, idiota. Has insultado al Dios en palabra y en obra, estabas entregándote a tu muerte y ahora sales con eso...
-Cúrame, Jarjar. Ontiku te lo ha ordenado.
-Deberás venir a mi choza.
-¿Cómo? No puedo ver, y apenas sé si puedo caminar, ya que mi pie está terrible, y hace muchísimo tiempo que siquiera intento hacerlo.
-O sales de allí en silencio, aprovechando la quietud de la noche, y vienes a mi choza, o llamo a la gente de la aldea para que te queme vivo.
-Lo intentaré, entonces. Pero ayúdame.
-Yo te guiaré, con una rama. No pretenderás que te toque y se me pegue tu maldición...
-Deberás tener un poco de paciencia –dijo, mientras salía de la tienda, casi arrastrando el pie.
-Camina, idiota. Y más vale que lo hagas rápido. Quién sabe si todavía puedo hacer algo por ti.
Llegaron al promontorio sobre el cual se erguía la choza de Jarjar. Subirlo significó un suplicio extra para el pobre Wiku, que había agotado sus escasas fuerzas en un camino que tan sólo días atrás no le habría insumido más que unos cuantos gráciles saltos. Durante el camino, la hechicera le había reprochado ácidamente su hedor, y le había dicho que parecía un renacuajo con patas. El muchacho no podía creer que una persona pudiera ser tan cruel como para burlarse de una desgracia semejante.
Jarjar, siempre valiéndose de una rama, ubicó al pobre Wiku al borde mismo de la barranca, de espaldas al río. Le dijo que aguardase allí, que tenía que esperar la llegada de Ontiku para que el ungüento que iba a pasarle surtiera el debido efecto. Sin embargo, y en un todo de acuerdo con las sospechas del muchacho, simplemente cogió una rama más gruesa, y lo empujó hacia atrás. Wiku perdió pie y cayó a las aguas, para comprobar que el Dios del río ahora aceptaba complacido la ofrenda, esta vez aún con vida.
Jarjar oyó el chapoteo; luego se dirigió a la choza, arrojó al fuego las ramas con las que había manipulado al pobre muchacho y se dijo que la peste al fin había concluido. Nunca supo que el leve escozor en su brazo era el primer indicio de que la muerte en la aldea recién comenzaba su danza.
Y ello por un mosquito. Un simple mosquito, que unos cuantos segundos antes había picado a Wiku, y que fue interrumpido por el empujón homicida.